La Guerra Contra las Drogas de Trump en el Caribe: Preocupación, Ilegalidad y Performance
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Durante los últimos meses, el presidente de EEUU, Donald Trump, ha convertido el mar Caribe en un escenario de guerra.
Su administración se adjudicó la autoría de múltiples ataques militares contra embarcaciones que supuestamente transportaban sustancias ilegales desde Venezuela, jactándose de haber destruido buques “narco-terroristas”. Estas operaciones —llevadas a cabo por aviones y buques de guerra de la Marina estadounidense— dejaron al menos 32 muertos, cuyas identidades no fueron reveladas y cuyos presuntos delitos nunca se comprobaron.
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Explosiones en el mar, preguntas en tierra firme
Según Trump, estos ataques forman parte de una nueva campaña destinada a combatir el tráfico de sustancias ilegales y a impedir que el fentanilo y otros estupefacientes lleguen a las costas estadounidenses. Sin embargo, hasta ahora la Casa Blanca no ha presentado ninguna prueba de que los barcos atacados transportaran droga, ni ha explicado por qué se dejó fuera a la Guardia Costera (la agencia legalmente encargada de interceptar a los traficantes).
Para Jim Jones, republicano y ex fiscal general de Idaho, esta política tiene más de espectáculo que de estrategia. “Los repetidos asesinatos ordenados por Trump en el Caribe se parecen más a una performance que a una necesidad militar”, escribió en una columna publicada en el Idaho Capital Sun. Asimismo, calificó la política de “estúpida”, y advirtió que hacer volar embarcaciones sospechadas de tráfico destruye pruebas cruciales y priva a los investigadores de interrogar a los sospechosos o rastrear las redes de suministro. “Los sospechosos muertos no pueden revelar información valiosa”, argumentó Jones.
Más allá de sus fallas tácticas, Jones advirtió que esta práctica viola tanto la ley estadounidense —dado que el Congreso no ha autorizado el uso de fuerza letal— como el derecho internacional, que limita las acciones militares contra civiles fuera de zonas de guerra declaradas.
Socavando el Estado de derecho
La polémica reavivó el debate sobre el control civil del ejército. Poco después de asumir el cargo, el secretario de Defensa estadounidense Pete Hegseth despidió a varios altos jueces abogados generales, a quienes calificó como “obstáculos” para la autoridad presidencial. Los oficiales jurídicos de las Fuerzas Armadas tienen, tradicionalmente, la tarea de asegurar que las órdenes militares se ajusten a las leyes nacionales e internacionales. Su despido, sugirió Jones, demuestra que “Trump no tenía ninguna intención de cumplir con la ley vigente”.
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También citó a George Washington, recordando sus palabras sobre la disciplina militar: “Un ejército sin orden, sin regularidad y sin disciplina no es mejor que una turba con comisión”. Según Jones, las acciones de Trump colocan a los militares estadounidenses en una posición insostenible, obligándolos a cumplir órdenes potencialmente ilegales que podrían exponerlos a una corte marcial o a procesos judiciales internacionales.
Las consecuencias ya empiezan a sentirse. El almirante Alvin Holsey, comandante del Comando Sur de Estados Unidos y encargado de supervisar las operaciones en el Caribe, anunció un retiro anticipado e inesperado. Otro alto oficial, el coronel Doug Krugman, renunció citando el “desprecio por la Constitución” de Donald Trump.
Fentanilo, Venezuela y la geografía de la culpa
La justificación del gobierno de Trump para estos ataques letales se apoya, en gran parte, en una sola afirmación: que Venezuela se habría convertido en un importante proveedor de fentanilo, el opioide sintético responsable de más de 70.000 muertes por sobredosis en Estados Unidos sólo en 2021. Pero los expertos dicen que eso es falso.
Como reportó Stuart Ramsay, corresponsal de Sky News en América Latina, “es simplemente incorrecto culpar a Venezuela por la producción de fentanilo”. Ramsay, que lleva años cubriendo a los carteles mexicanos, asegura que el fentanilo se sintetiza en México a partir de precursores químicos provenientes de China, y luego se transporta directamente a Estados Unidos a través de la frontera sur. “Venezuela no está involucrada de manera significativa en ese comercio de fentanilo”, subrayó Ramsay.
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Venezuela, en cambio, funciona como país de tránsito para la cocaína, gran parte de la cual se produce en países vecinos como Colombia, Perú y Bolivia. Los barcos que EEUU ha atacado suelen transportar cocaína destinada no a Florida o Texas, sino a Trinidad y Tobago, África Occidental y, finalmente, Europa.
“El presidente Trump afirma que esos barcos se dirigen a Estados Unidos”, dijo Ramsay, “pero, en realidad, la mayoría va rumbo a Europa”.
Esta brecha entre el discurso y la geografía alimenta las sospechas de que la llamada “guerra contra las droɡas” podría estar sirviendo de fachada para fines políticos o económicos. La presencia del USS Gerald R. Ford, el portaaviones más grande del mundo, frente a las costas venezolanas tiene poco que ver con la lucha contra el tráfico de sustancias ilícitas, una tarea que normalmente cumplen patrulleros pequeños o la Guardia Costera. Para muchos analistas, el verdadero objetivo parece ser ejercer presión sobre el presidente Nicolás Maduro, cuyo gobierno socialista sigue siendo un viejo enemigo de Washington.
Una doctrina anclada en el Pentágono
Documentos obtenidos por The Intercept revelan que el Pentágono lleva tiempo contemplando un papel más agresivo en las operaciones contra el tráfico de drogas. Un informe publicado en 2015 por el Institute for Defense Analyses, encargado por el Departamento de Defensa, recomendaba una “acción militar directa” contra las organizaciones criminales transnacionales. Basado en entrevistas con 62 traficantes condenados, entre ellos figuras relevantes de los carteles, el estudio sugería recurrir al “ataque cinético” —jerga militar para referirse al uso de fuerza letal— contra las cúpulas de los carteles.
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Uno de los autores del informe, el exresponsable de la DEA Joseph Keefe, dijo a The Intercept que esta idea nació durante la guerra de Irak, cuando las fuerzas estadounidenses empezaron a ver a los insurgentes y a los traficantes como “redes de malhechores” equivalentes. Pero incluso Keefe, que en su momento apoyó cierta cooperación militar limitada, afirmó que los bombardeos de embarcaciones ordenados por Trump van demasiado lejos. “Colaborar es útil”, dijo, “pero no matar a todo el mundo”.
Su coautor, William Simpkins, exadministrador interino de la DEA ya retirado, fue aún más categórico: “Hacer explotar ese primer barco es un asesinato extrajudicial, hay que llamarlo así”. También subrayó que la mayoría de las personas a bordo de estos buques son contrabandistas de bajo nivel, no jefes de cartel. “Aunque formaran parte de la organización, probablemente no integraban la cúpula más importante”.
Paradójicamente, el mismo informe del Pentágono identificaba la corrupción —y no la potencia de fuego— como el principal factor que facilita el tráfico global de drogas. Casi todos los traficantes entrevistados señalaron que los sobornos a policías, políticos y mandos militares eran esenciales para el funcionamiento de sus operaciones. Algunos incluso detallaron las tarifas habituales: USD 10.000 por información sobre redadas, USD 100.000 por aviso de una orden de extradición, o millones para comprar protección frente a procesos judiciales.
De la guerra contra las drogas a la guerra contra la ley
La ofensiva de Trump en el Caribe parece combinar el discurso de la lucha contra el terrorismo con tácticas propias de un cambio de régimen. Al calificar a los traficantes y hasta a líderes extranjeros de “narcoterroristas”, su gobierno se arroga un amplio poder legal para usar la fuerza sin la aprobación del Congreso.
Según los expertos, esta confusión entre criminalidad y terrorismo traslada la impunidad de la “guerra contra el terror” a la “guerra contra las droɡas”. “Importar droɡas a Estados Unidos es, en sí mismo, un acto terrorista”, publicó Trump en su red Truth Social tras un bombardeo en septiembre. Pero para sus detractores, esa lógica convierte un asunto de aplicación de la ley en una guerra sin fin, con poco o ningún efecto real sobre el comercio de sustancias ilícitas.
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Más allá de la legalidad o la estrategia, queda una pregunta más profunda: ¿todo esto sirve de algo? Tras décadas de operaciones antidroɡa militarizadas, desde Colombia hasta Afganistán, los flujos globales de estupefacientes siguen prácticamente intactos. Incluso los exfuncionarios de la DEA que asesoraron al Pentágono reconocen que Estados Unidos no puede acabar con la adicción a los bombazos.
“Mientras haya demanda, habrá oferta”, concluyó Simpkins. “Encerrar a todo el mundo no resolvió el problema. Hacer volar a once personas en un bote destartalado tampoco lo va a resolver”.
Para Jones, el veterano republicano de Idaho, la respuesta es más simple: “Tal vez ya sea hora de que deje de violar la ley y empiece a hacerla cumplir”, escribió.
Si bien las explosiones en el Caribe producen imágenes “espectaculares”, dejan al descubierto una verdad más oscura: la guerra contra las droɡas emprendida por Estados Unidos ha vuelto a convertirse en una guerra sin ley, sin propósito y sin final.
Vía Newsweed FR, traducido por El Planteo
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