El Mago Tras la Cortina: Mario Breuer Habla de Rock Argentino, Marihuana y Aprendizaje
El rock argentino se ha destacado siempre por engendrar una colorida variedad de genios. Ya seas Team Charly o Team Flaco, suspires por Cerati o hagas pogo con los Redondos, el ámbito del rock de este país tiene material de altísima calidad para cada tipo de sensibilidad.
Pero lo que mucha gente no sabe es que gran parte del arte que consume no proviene solamente de la mente de genios musicales inspirados. La mayor parte de las personas no tiene ni idea de todo lo que implica grabar y producir un disco, hacer que suene así. No saben que, muchas veces, por más inspiración divina que se tenga, sin un conocimiento técnico y un trabajo artesanal del sonido, el resultado será generalmente pobre.
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Por eso, es destacable la labor de profesionales valiosos como el mismísimo Mario Breuer, productor e ingeniero de sonido que estuvo detrás de una cantidad vertiginosa de hitos del rock nacional. Charly García, Andrés Calamaro, Los Redondos, Spinetta, Sumo, Mercedes Sosa, Los Twist, Gustavo Cerati, Soda Stereo, Virus, Fito Páez, Los Abuelos de la Nada, Pappo, Los Auténticos Decadentes, León Gieco… Si es bueno, si es icónico, si es histórico, Breuer estuvo ahí.
Una esponjita
“Básicamente lo que hago yo es hacer discos. Hago discos y soy productor, soy ingeniero de sonido y me dedico a esto”, dice Breuer, con más simpleza de la que amerita.
Breuer cuenta cómo comenzó su camino: en su casa se escuchaba de todo, pero “de todo” en serio. Su padre ponía música clásica y barroca, mientras que su madre, socióloga y de izquierda, escuchaba Joan Baez, The Beatles, Simon & Garfunkel, música folk… Y para terminar con la mezcolanza, tenía un hermano fanático de la música country y otro amante del tango y del jazz. A esto se le suma el auge del rock sinfónico de principios de los ‘70, cuyos referentes el pequeño Mario consumía con avidez. “¡Yo era una esponjita!”, ríe.
Con el tiempo, empezó a comprar todos los discos que podía por su cuenta, incluyendo los primeros del rock nacional. “Iba a ver recitales de Pappo, de Sui Generis, de Invisible… las bandas que había y las bandas del barrio, bandas que no conocía”, dice.
Pero esto no es todo, pues también decidió incursionar en la creación musical por su cuenta. Ya desde los 9 años tocaba la batería, pero este pasatiempo se mostró solitario, ya que el resto de sus compañeros era más propenso a jugar a los vaqueros, mirar la tele o andar en bici. Pero, eventualmente, logró compartir su pasión: “Me llevó como dos semanas convencer a Alberto, un compañero del colegio, de que lo mejor que le podía pasar en la vida era comprarse una guitarra eléctrica”.
Fue así como nació su primer proyecto musical, bautizado Bajo Custodia. “Yo soy de una generación que hemos vivido un poco bajo custodia: bajo la mirada de los militares, de los policías, de la Triple A, de los Falcon Verdes. Nos custodiaban, pero no para cuidarnos”, explica.
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Y mientras más se metía en el ambiente del rock, más se daba cuenta de algo clave, algo de lo que no parecía darse cuenta nadie más (o por lo menos nadie le daba tanta importancia): había una gran diferencia entre la sonoridad de los discos producidos en Argentina y los discos que venían de afuera.
“Estaría bueno ponerle una pila a lo del sonido”, pensaba el joven Mario, pero no tenía muchas formas de materializar las ideas que surgían de su cabeza. Al principio.
“Finalmente me salió un trabajo en una discográfica, y ahí me crucé yo con el primer estudio de sonido de mi vida. Era un estudio espantoso, sucio, maltrecho, caído en pedazos”, relata. “Pero yo, yo caí de rodillas. Se abrió el techo y una voz grave, con mucha cámara, dijo: ‘Nunca saldrás de aquí’”.
Y así fue.
Mario Goes to Hollywood
Así fue como empezó la larga historia de amor de Mario Breuer con su oficio. Pero no sería una historia simple y directa.
“Hice de todo: trabajé en discográficas grandes, chicas y medianas, intercontinentales, barriales. Vendía, hacía producción (pero no ingeniería), administración, manejaba stocks, repartía, iba a cobrar, hacía prensa y difusión… Trabajé como Label Manager en la EMI, fui encargado de ventas en Capitol Records… De todo”, enumera. “Aprendí muy bien el negocio de los discos, pero me faltaba aprender lo que más me gustaba, que era hacer los discos”.
Breuer sabía que, si realmente quería emprender ese camino, sería indispensable formarse, encontrar dónde estudiar. Y descubrió que ni Argentina ni Latinoamérica eran los lugares indicados en ese momento. Por eso comenzó a ahorrar, haciendo trabajos extra, changas, juntando de a poco… hasta que se le dio la chance.
“Yo estaba trabajando en Capital Records y, de pronto, me avisan que van a cerrar. Y me preguntan si yo quería ser reabsorbido por otra empresa o si prefería que me despidan y me paguen. Yo dije SHOW ME THE MONEY. Mi jefe se puso medio triste, pero cuando le dije ‘con esta guita, me voy a estudiar’, me dijo ‘vamo arriba, voy a sacarte todo lo que pueda’”.
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Así fue como Mario Breuer se subió a un avión derecho para la UCLA, la Universidad de California. Y podría haberse quedado ahí, hecho una carrera en Los Ángeles y ganar en verdes. Oportunidades y ofertas no le faltaban.
Pero él quería otra cosa: “Yo no quería ir a hacerla en Estados Unidos. Yo quería hacerla acá. Yo quería trabajar acá y, con lo que había aprendido, tratar de mejorar en la medida de lo posible el sonido de los discos argentinos y latinoamericanos. Escuchaba música argentina, música de Brasil, Chile, Colombia, México… Y no es que sonaban mal. Algunos discos sonaban muy bien, pero la gran mayoría sonaba muy distinto a los de afuera. Así que me quedé acá”.
Así fue cómo, con sus conocimientos nuevitos, relucientes y listos para ponerse en práctica, Breuer armó el Estudio del Jardín. “Fue el semillero de muchas cosas”, dice. “Ahí grabé las maquetas de Los Abuelos de la Nada, con Gustavo Cerati antes de Soda Stereo, las maquetas de los discos de Los Twist… Hicimos un montón de laburos en ese estudio, que básicamente fue aprender a trabajar”.
Pero tal aprendizaje, destaca, no se trataba sólo de conocimientos técnicos. “No sólo había que aprender dónde poner los micrófonos, no sólo había que aprender cómo conectar y en qué momento se graba”, explica. “También había que aprender a trabajar bajo los efectos de algo que nos gustaba. Éramos un grupo de gente alocada, nos gustaba a todos mucho la marihuana y fumábamos todo el tiempo. Fumábamos todo el tiempo”.
Mariohuana
Este es el momento de realizar la revelación menos sorprendente de la historia de las revelaciones: el rock argentino no sería el mismo si no fuera por la marihuana. No estamos diciendo nada nuevo, pero queremos enfatizar hasta qué punto esto es cierto.
Porque Mario Breuer está detrás del sonido de gran parte de los trabajos más emblemáticos del rock nacional. Y todo lo hizo fumado.
“Yo creo que en general ocurre con las artes y con la creatividad, pero a mí no me da lo mismo hacer mi trabajo con o sin marihuana”, dice Breuer.
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“Tengo que confesar que me resulta mucho más fácil y placentero”, admite, hablando de trabajar y consumir. “Sobre todo mezclar y grabar. No sé si tanto masterizar, pero mezclar es lo que más hago y lo que más me gusta hacer. He visto que me resulta medio aburrido. Lo hago bien, pero me aburre un poco. Seguro que cuando no me aburro lo hago mucho mejor. Me es un gran empuje arrancar el tema, empezar a trabajar, setearme todo… Un par de pitadas y esa próxima hora es como de despegar con un 747. Es un gran placer que dura mucho. Y yo lo disfruto tremendamente. Me levanto todos los días feliz porque todos los días hago eso”.
Pero ojo: no caigamos en la tentación de pensar a Breuer como un fumón empedernido 24/7, perpetuamente intoxicado. Porque nada que ver: “Fumo pipa, le pego dos pitadas y con esas dos pitadas tiro un montón. Me llevó mucho tiempo llegar a este punto”, aclara.
Justamente esa fue parte de su aprendizaje en el Estudio del Jardín. “Fue: vamos a hacer las cagadas ahora, porque estos son demos, son maquetas. En algún momento van a ser discos y no podemos hacer más cagadas”, dice.
Breuer también habla de lo distinta que era la cultura cannábica (casi inexistente) por esas épocas. “Durante las décadas del 70 y del 80 había mucho respeto por la droga. Llegábamos al estudio y era ver quién se consigue un porrito para mañana. Porque no era como hoy que todo el mundo tiene, y era paraguayo prensado. Pero teníamos un porro y se guardaba”. Había un momento particular y especial, que se creaba y se compartía, o por lo menos esa era la regla general.
Ya de los ‘90 en adelante, la cosa se pondría más picante. “Sobre todo después del 2000, me encontraba con artistas que iban al estudio a hacer el disco, pero lo más importante era emborracharse y drogarse. Con lo que sea, con lo que tengan”, recuerda.
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“Después estaban los trabajos nocturnos”, sigue, y explica cómo se utilizaba el porro en conjunto con otras drogas en ese ambiente. “La marihuana era un contrarrestante de la dureza de la cocaína. Entonces, capaz que se fumaba un montón para bajar: whisky, porro, whisky, porro. Yo procuraba evitar caer en eso. No te digo que no lo evité toda mi vida: alguna vez, alguna noche… Pero yo estaba laburando. No podía estar tan loco ni tan dado vuelta. Entonces me cuidaba un poco. Pero, bueno, estaba también ese lado de los consumos: contrarrestar los efectos colaterales de las distintas drogas con otras drogas”.
Pero dejando este tipo de uso de lado, lo que resulta innegable es la influencia positiva que tuvo el porro en la historia del rock argentino. ¿Cómo hubiera sido todo si la planta no hubiera jugado un papel? “La música argentina sería, calculo, un poco más aburrida, porque la marihuana en general va mucho a las células de la creatividad. Yo creo que mi vida hubiera sido más aburrida”, confiesa.
Si acaso te llamaras solamente María
Curiosamente, la marihuana sería indirectamente responsable de otro vuelco en la vida de Breuer. “Un día cayó Toxicomanía al estudio”, cuenta. Aparentemente, estaban buscando a un músico por posesión de cocaína. “Realmente no sabíamos nada, pero en la búsqueda de un paquete de cocaína me encontraron una pituca chiquitita y me llevaron adentro, en época de los milicos. Una situación bastante desagradable”.
A partir de dicha situación, Breuer decidió que el Estudio del Jardín ya no era un lugar seguro, y era tiempo de conseguir otro trabajo. La oferta no se hizo esperar: justo en ese momento, Miguel Krochik había terminado de armar un estudio (que ya se estaba perfilando como el mejor de la ciudad), y estaba en búsqueda de un ingeniero fijo. Este no era nada más ni nada menos que el Estudio Panda, que pronto se convertiría en uno de los emblemas del rock nacional.
Breuer habla sobre la construcción del estudio y el trabajo con Krochik: “Él, con su capacidad administrativa y su sabiduría en la compra y en la venta, en generar y en sacarle jugo al estudio, fue comprando todo lo que yo le pedía. La esposa me decía que yo era como la puta de su marido. Ella no me llamaba Mario, me llamaba María”, ríe.
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Y así las cosas, se fue armando un espacio que con los años se ha ganado el apodo de “el Abbey Road argentino”. Breuer detalla: “Construimos un estudio que todavía hoy es un estudio con una espalda gigantesca. Ahí se grabó lo más importante del rock nacional, y se sigue grabando ahora”, cuenta.
Porque fue en Estudio Panda donde se gestaron varios discos clave del rock nacional: de Charly García, los Abuelos de la Nada, Fito Páez, los Cadillacs, Fricción, Cerati, Soda, León Gieco, Mercedes Sosa… y la lista no hace más que crecer.
Las horas de vuelo
Mientras crecía su currículum, también aumentaba su aprendizaje y experiencia. Cita una idea de otro productor, Rick Rubin, que habla sobre la importancia de practicar: cuanto más practica uno, más caminos se abren en la mente.
Esta idea también le había sido transmitida por su padre en cierto momento: “Uno se pone bueno con las horas de vuelo”, habría dicho Breuer padre. Breuer hijo explica: “Hay una relación directa entre la cantidad de trabajo que hacés y tu aprendizaje, tu posibilidad y tu capacidad de ir mejorando, lo cual es muy importante. Y yo me lo tomé medio al pie de la letra”.
Obviamente, esto viene de la mano con ciertos sacrificios. Breuer cuenta que su régimen extremo de trabajo le hizo perderse de parte de la crianza de sus hijos mayores. “No sé si estuvo bien o mal”, dice, ya que fue a través de esa ausencia que pudo otorgarles un nivel de vida más que cómodo. “Andrea, la mamá de mis hijos, no me echa en cara absolutamente nada de eso”, suma.
Todas las etapas tienen su final y, con el tiempo, Breuer se despidió de Panda y comenzó a dedicarse más al mastering, de manera independiente. “Me monté primero un pequeño estudio en La Lucila, en la casa de mis padres, y me fue bárbaro”, dice.
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Y también destaca, riendo, que siempre se encontraba contra la corriente económica del momento: mientras peor le iba al país, mejor parecía irle a él. “Otra época funesta para la economía argentina, que fueron los años de Carlitos Menem”, relata. “Yo viajaba por trabajo, convencía a todo el mundo de ir a mezclar a Miami y aprovechaba para comprar cosas para mi estudio. Así que me construí una sala de mastering hermosa, costosísima, en un espacio que me cedió Alejandro Lerner. Que con la misma facilidad que me la cedió, después también me la removió”.
Pues los cambios son una constante en la vida de Breuer, y no pararían ahí. Luego de divorciarse de su primera esposa, conoció a Erica, una artista de Paraguay, y su estilo de vida se tornó, según describe, más humilde. “Fue la crisis de los cuarenta y cinco: ¡el viejo se hizo hippie y se fue a vivir a una casita con una paraguaya!”, ríe. “Pero, bueno, fue una parte de mi vida importante porque pude tener el estudio en mi casa, pude trabajar de otra manera. Fue una época donde aprendí mucho, mucho, mucho”.
Luego, Breuer volvería a tener su espacio de mastering y de mezcla dentro de un complejo de estudios. “Me mudé a MCL, un lugar divino, hermoso, de mi amigo Mariano Bonadío”, dice. Y sería en este lugar donde se presentarían más oportunidades de aprendizaje y crecimiento: “En la etapa anterior crecí personalmente; y acá crecí mucho profesionalmente, porque me enganché mucho con pibes, ingenieros, jóvenes muy buenos, muy picantes, como Luciano Lucerna y Juan Armani. Chicos que sabían mucho del sonido moderno, que yo no manejaba tanto”.
Así, el círculo se completa: los conocimientos fluyen y se intercambian: “Yo les enseño cosas de viejo y ellos me enseñan cosas de pibe”, resume Breuer. “Así que después de cuarenta y tantos años de estar haciendo esto, hoy trabajo con muchos chicos jóvenes, con un montón de artistas emergentes”.
Pero Breuer, evidentemente, no se distingue por una capacidad de quedarse quieto. “Un día la agarro a Erica y le digo: ‘Mi amor, ¿y si nos vamos a vivir a Córdoba, a la montaña?’. Y Erica me dijo ‘dale’”, rememora. “Y es así que vivimos ahora en un paraíso. Acá tengo el estudio y estoy en un pueblo donde hay el mejor faso del mundo. Y nunca más me faltó”.
No, Breuer no nos permite divulgar el nombre del pueblo con el mejor faso del mundo. Pero sí nos habla de la belleza de la vida en comunidad, entre artistas y con libertad de conectar con la naturaleza. Y todo, con la marihuana acompañándolo cada día.
Mario in the Sky with Diamonds
A todo esto, sería absurdo pensar que Mario Breuer sólo tuvo experiencias con la marihuana. Sabemos que el ambiente del rock suele estar acompañado de muchas más sustancias. Y Breuer no sólo no es la excepción, sino que comparte con nosotros un par de anécdotas francamente alucinantes.
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“Mi libro empieza contando la historia de cuando Andrés Calamaro y yo nos tomamos un ácido”, comparte. Aparentemente, la noche terminó con Calamaro adentro de una bañadera y Breuer en la mesada del baño, haciendo una lista de todo lo que querían hacer en los próximos diez años. Breuer afirma que la lista era ridículamente ambiciosa, imposible de realizar en ese lapso: incluía trabajar con Charly García, Spinetta, Lebón y otros artistas, discos solistas por parte de Calamaro y más proyectos. “Quiero tener un grupo y que vos estés involucrado, donde hagamos reggae y música latina y rock”, habría dicho el músico.
“Yo le decía: ‘no, Andrés, nos estamos yendo a la mierda, está buenísimo’”, ríe Breuer. “Estábamos re empepados, tiramos cualquiera. Pero lo simpático de la historia es que cuatro años después, un día viene Andrés y dice ‘Marini, completamos la lista’. Cuatro años. Nos habíamos propuesto 10 años para completar la lista y la completamos en cuatro. Salió todo tal cual como estaba en la lista entonces, y eso vino de un ácido”.
Y esa no es la única anécdota de Mario Breuer con el LSD. En otra ocasión, relata, un amigo le ofreció “algo muy rico, de Amsterdam, buenísimo, súper puro”. Y él, por supuesto, aceptó.
“Nos fuimos con Lito y el Gordo Cristian a Villa La Ñata. Y me dijeron: ‘por ahí te vamos a necesitar en el estudio, llamá al mediodía por si acaso, pero tranquilo’. Doce y media del mediodía llamo desde un teléfono público al estudio y me dicen ‘¡Mario, venite corriendo, te estamos buscando por todos lados! Vení que están Los Twist. Tenés que venir a grabar’. Pero yo tenía un pepazo tremendo. Fuerte, fuerte, fuerte”, recuerda.
Pero cuando el deber llama, a veces no queda otra que atender. Y así fue como se grabó parte del primer disco de Los Twist, La dicha en movimiento. Sí, ese disco increíble, producido por el mismo Charly, donde todos y cada uno de los temas son hitazos.
En cuanto a otras drogas, Breuer confiesa no haber “entrado mucho en concordancia” con ellas, especialmente las sintéticas.
“Tuve un paso por las drogas químicas y no la pasé tan bien”, dice. Menciona al crack, la heroína, las pastillas y la cocaína como ejemplos de sustancias que probó y no le gustaron. Sobre esta última, se explaya: “Nunca fue esa cosa medio patológica, a pesar de que trabajé con gente que sí sufrió la patología del cocainómano. A mí me parecía horroroso y siempre pude mantenerme a distancia de ese estado catatónico, cataléptico”.
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Sin embargo, hay dos excepciones entre las drogas naturales. Si bien no es muy fan de los hongos, menciona haber experimentado un viaje de ayahuasca. “Fue en Quito, hace muchos años, con un chamán colombiano. Estuvo bien, pero de alguna manera yo sentí que mi persona, mi alma, mi espíritu dista mucho del espíritu de esta religión amazónica que incluye el ayahuasca como tratamiento. Fue revelador, vi guardas de colores y vomité hasta la roña de las uñas… Un poco me enfrentó con algunos de mis monstruos, de mis miedos. Y en este sentido me ayudó. Pero me pareció que uno tiene que estar mucho más preparado espiritual y humanamente para el ayahuasca”.
Por otro lado, tiene otra droga natural favorita, una no tan mainstream: la Salvia divinorum. “Es maravilloso”, sentencia. “Es pegar una pitada larga y viajar de un tiro a Timbuktu, a Neptuno, a Alpha Centauri. Te mete en otro mundo. No es muy distinto a la ayahuasca en un punto, excepto que dura dos minutos. Es pura alucinación. Uno tiene que tratar de mantener siempre, en estos casos, una cierta lucidez, para poder interpretar lo que está pasando, que tiene que ver con uno. Y está bueno saber interpretarlo”.
Definitivamente, su droga favorita (aparte de la marihuana, obviamente). “Muy lindo, muy revelador. No tiene resaca, no te agarra hambre, ni sueño, ni acidez, ni te ponés de mal humor, ni siquiera tiene flashbacks posteriores. Es la puta ama de las drogas. Es la puta ama de las plantas, me atrevo a decir. Y al igual que la ayahuasca, la intervención de las plantas sabias, hay que saber cómo y cuándo tomarlas”, concluye.
Fotos cortesía de Mario Breuer
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