Del Consumo Problemático a la Problematización del Consumo
Por Soledad Vallejo. Psicoanalista. Docente universitaria UNR. Integrante de RESET – Política de Drogas y Derechos Humanos.
Pensar el consumo de sustancias psicoactivas desde una perspectiva de salud mental implica, en primer lugar, poder situar el contexto en que dicha problemática se enmarca: esto es, el estado actual en el que se encuentran las políticas de drogas y el impacto que estás producen en la construcción de subjetividad de una época.
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En la actualidad sigue vigente la ley de drogas, ley 23.737 que prohíbe y criminaliza la tenencia de drogas para consumo personal. Esta criminalización viene acompañada en general por una serie de imaginarios sociales estigmatizantes ligados al consumo de drogas, asociados en principio con el consumo problemático y las adicciones. Desde ahí – ya que esto se enmarca en lo penal- a la persona que consume, como peligrosa, criminal.
Bajo este paradigma prohibicionista, históricamente las únicas propuestas que se han planteado en relación al consumo, parecieran ser la persecución y la cárcel por un lado, o la realización de tratamientos forzados, en caso que alguien asuma la adicción o el consumo problemático, por el otro. Es decir, la prohibición genera una condena penal y/o moral, incluso desde el sistema de salud, dadas las condiciones punitivistas en las que se plantea la problemática.
En este estado de situación, es fundamental el aporte que ha significado la Ley de Salud Mental, al intentar arrancar el tema de los consumos problemáticos y las adicciones del campo de lo penal para situarlo de nuevo en el campo de la salud, recuperando así a los sujetos como sujetos de derecho y estableciendo una serie fundamental de modificaciones en cuanto a los tratamientos. Ampliando y transformando el paradigma normativo a pesar de que sabemos que hoy no se aplica con integralidad, entre tantas otras cosas, porque en este estado bifronte, ciertas conductas asociadas al consumo, aún siguen penalizadas.
Ahora bien. Reconocer la importancia que tiene recuperar esta problemática hacia el interior del campo de la salud mental, nos obliga a seguir pensando y dar un paso más. Si vamos a pensar el uso de sustancias desde el paradigma de la salud se impone ¿Desde qué paradigma nos vamos a posicionar? Porque si vamos a intentar sacar el consumo de sustancias del campo de la criminalización para pasar exclusivamente al campo de la patologización, seguimos en un problema.
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Porque aún hoy -fuera del registro de lo penal- siguen recayendo sobre las personas que usan drogas una serie de estigmatizaciones sociales que van construyendo a su vez imaginarios sociales y profesionales muy fuertes.
Para empezar, hay que problematizar la idea de consumo problemático. Esto es darle toda la dimensión de complejidad que la cuestión tiene.
Ante todo, poder pensar el consumo en general y no sólo el consumo de sustancias como una problemática en la sociedad actual. El consumo en sí mismo ya constituye una problemática, considerando que esta sociedad nos invita a consumir cada vez más y de una forma más voraz todo aquello que circula. Estamos atrapados en una lógica de consumo. Somos, ante todo, sujetos consumidores.
La pregunta es: si todo objeto que circula en el mercado lo tenemos que consumir ¿Por qué no consumiríamos drogas? Si, por otra parte, bajo el ideal de felicidad, es la misma sociedad la que nos propone mitigar el dolor a través del consumo de sustancias ofertadas por la industria farmacéutica -los psicofármacos, entre otros-. Ahora, si por voluntad propia decidiéramos consumir cualquier otra sustancia, el mismo estado paternalista, nos criminaliza y nos tilda de enfermxs.
Entonces ¿De qué manera vamos a intentar pensar el consumo de sustancias en el ser humano?
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En principio, ordenando los conceptos. Para eso es fundamental discutir el imaginario social que sostiene que todo consumo de sustancias prohibidas lleva a un consumo problemático o a una adicción. Este imaginario asegura a la vez que la sustancia es en sí misma la causante de tal adicción (sobre todo las prohibidas, soslayando que el mayor consumo en la población es de sustancias legales como ser el tabaco, alcohol y psicofármacos).
Para empezar, hay que entender que, cuando hablamos de personas que usan drogas, no toda persona que consume droga establece una relación de consumo problemático con la sustancia. Entender eso supone: no patologizar el consumo y no demonizar las sustancias. Está claro que hay sustancias que tienen un poder adictivo mayor que otras, pero eso en sí no define nada.
Lo que determina que una conducta se vuelva adictiva no está dado por el objeto en sí (la sustancia en este caso) sino por la relación que el sujeto establece con un objeto determinado, el modo en cómo se relaciona, vale decir, el trato que le da o el lugar que éste ocupa para él.
La adicción es un modo de relación específica que una persona establece con las sustancias -en el caso que nos ocupa-, que se caracteriza por las formas compulsivas y una severa dificultad para limitarlas o regularlas. Pero no es el único modo de relacionarse con ellas. En otros casos, es posible ver en el consumo un modo de búsqueda de placer (de disfrute, sociabilidad, recreación, libertad, etc.), o el intento de mitigar una sensación afectiva displacentera, sin por ello volverse dicho consumo problemático o una práctica a la que sea necesario renunciar, sea cual fuera la causa que la propicia. Por esto, es preciso establecer que dependerá de cada caso y que se trata de algo absolutamente singular.
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Así, si bien sabemos que la mayoría de la población que consume sustancias prohibidas no desarrolla un consumo problemático o una adicción con las mismas, sólo un porcentaje menor de la población global -11%, según Datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito- entendemos también que los consumos problemáticos hoy son una problemática social a atender, en la cual intervienen una serie de variables a tener en cuenta (políticas, económicas, de contexto, desigualdad, etc.)
De este modo, la idea de consumos problemáticos se constituye como una categoría social, pero no dice nada (o dice poco) de un sujeto en singular. Es decir, que si quisiéramos pensar el acceso a la dimensión de la clínica -abordajes terapéuticos-, como un derecho que debería reconocerse y hacerse viable, hay que ampliar ahí el campo con otra pregunta:
¿Cómo pensamos, en términos singulares el consumo en cada una de esas personas?
Quienes trabajamos en la clínica sabemos además que las personas pueden desarrollar una infinidad de consumos problemáticos, por decirlo de algún modo, no solo con sustancias psicoactivas, sino también con las relaciones y los modos de vincularse en sus vidas (vínculos afectivos, sexuales, con la comida, la tecnología, el juego, etc.). No se nos ocurriría pedirles que abandonen del todo dichos vínculos hasta resolver definitivamente sus problemas con ellos o lxs culparíamos por las decisiones que llevan adelante. Reconocemos la dimensión inconsciente de su padecimiento y nos disponemos a trabajar con ello. Sin embargo, parece no ocurrir lo mismo con las personas que presentan una adicción a las drogas. Se les exige que abandonen el consumo, se las responsabiliza por haber entrado en el consumo por voluntad propia y se las somete a tantas otras intervenciones moralizantes. Recae sobre ellxs una serie de imaginarios profesionales sostenidos en conceptos erróneos o abusivos que deben ser revisados y puestos a trabajar en profundidad.
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En principio, es necesario cuestionar fuertemente la idea de que quien consume drogas tiene una conducta autodestructiva. Se quiere autodestruir. Existe una suerte de preconcepto que le otorga al sujeto cierta intencionalidad autodestructiva de sus acciones. Que una persona realice una conducta que no puede controlar, que quisiera dejar de hacer y aun así no puede, que esto traiga como consecuencia (no como causa- esta es la diferencia central-) mucha “destructividad” o sufrimiento es una cosa. Otra muy distinta es que tenga el deseo autodestructivo. Pensamos, por el contrario, una subjetividad en conflicto, esto es, que algo puede ser placentero o producir cierta satisfacción en un sentido y a la vez producir displacer en otras áreas de la subjetividad.
Entendemos que un sujeto puede tener mucha compulsividad y dificultades para regular o integrar parte de sus modalidades psíquicas a su vida con menos costo subjetivo, pero esto no nos autoriza a decir que lo que quiere es autodestruirse.
Sabemos también, que la relación que alguien puede establecer con las sustancias –al igual que cualquier otra modalidad sintomática de un paciente- puede tener un valor subjetivo singular y muy característico en cada persona, es decir que, por lo general, viene a ocupar el lugar de otra cosa que para el sujeto produciría mayor sufrimiento o le resultaría más difícil de soportar. Muchas veces es el intento de aliviar un sufrimiento insoportable, sea por razones singulares o por situaciones que la vida social impone.
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Lo cierto es que el ser humano echa mano a todo lo que puede para compensar las fragilidades subjetivas o los malestares culturales, aún cuando la cuota de sufrimiento deparada sea excesivamente alta. Aún así la vida resiste mucho más de lo que somos capaces de imaginar e incluso nosotros mismos tolerar. Entender esto, nos pone frente a la problemática del consumo de una manera diferente. Tendremos que alojar a quien llega de un modo más benevolente, siendo capaces de abrir los interrogantes necesarios y poner a trabajar el lugar que dicho consumo tiene para alguien. Sin moralizar ni exigir renuncias cuando no estamos en condiciones aún de ofrecer algo mejor a cambio. Esto es, ante todo, la posibilidad de construir prácticas subjetivantes, sostenidas en una ética respetuosa de los derechos humanos y, fundamentalmente una ética con respecto al sufrimiento y el respeto por los modos que cada cual elige o encuentra de estar en el mundo.
Vía Reset.
Publicación original: abril 2022
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