Sin Colusión No Hay Mercado: Hay que Cambiar la Mirada sobre la Violencia en Rosario y la Figura del Narco
Por Alejandro Miguez, Lic. en Comunicación Social UNLP. Integrante de RESET – Política de Drogas y Derechos Humanos.
La sucesión de hechos de violencia en Rosario hace que circulen discursos sesgados sobre las relaciones existentes entre las organizaciones estatales y los poderes del Estado. El uso de mitos y de figuras simbólicas cargadas de prejuicios racistas generan explicaciones simplificadas y falsas sobre la situación, que no permiten entender la evolución histórica del problema y la dinámica que adquieren los mercados clandestinos. Sin un diagnóstico certero, las políticas están condenadas al fracaso y a la continuidad agravada de los problemas.
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Un hecho resonante, del cual todavía no hay una hipótesis firme por parte de quienes lo investigan, desencadenó una nueva retahíla de lugares comunes sobre el fenómeno del mercado de sustancia ilegalizadas. La etiqueta narco es cómoda y efectiva, permite establecer un par de frases rimbombantes que explican poco y circulan mucho.
El diagnóstico sobre cómo se llegó a esta situación es estrecho. Se manejan dos suposiciones que son muy útiles a los fines punitivistas que, en año electoral, buscan instalar el manodurismo como solución mágica a los problemas que produce la violencia en los territorios afectados por las economías clandestinas: la permisividad gubernamental y el poder narco fuera de control.
La primera hipótesis –que circunscribe a la impericia de los sucesivos gobiernos– evita indagar la trama de relaciones que garantizan el desarrollo de dicho mercado y que tiene como engranajes necesarios, al menos, a las fuerzas de seguridad y al poder judicial; la segunda, en contra de la evidencia empírica disponible, subestima el rol central que tienen las fuerzas de seguridad en general y las policías en particular en el armado, sostenimiento y expansión de las economías clandestinas ligadas a las sustancias ilegalizadas.
Sin colusión no hay mercado: la regulación policial enmarca una serie de relaciones donde un poder parasita al otro utilizando el poder estatal como una mercancía política con fines económicos. La imagen de narcos malos malísimos luchando contra las fuerzas del bien que tienen objetivos loables y desinteresados es útil para una película pochoclera de fin de semana, no para un diagnóstico serio de un fenómeno complejo y multidimensional.
La otra hipótesis de este tipo de miradas estrechas, la del Narcoestado, también prescinde de las relaciones históricas que funcionan como condiciones de posibilidad de expansión de las organizaciones criminales; el crecimiento de su poder e influencia no se produce por generación espontánea, es parte de un Orden clandestino que se construye mediante relaciones donde diferentes poderes del Estado suspenden –de manera selectiva– el ejercicio de la ley en determinados territorios. Sin este marco, no sería posible la constitución de un mercado.
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La utilización de la etiqueta narco como categoría explicativa permite ahondar en una mirada clasista y moralista de las clases populares, porque el ejemplo siempre es el del narco que proviene de abajo, que es violento y que se instala en los barrios vulnerables para operar desde ahí. Esta mirada, cargada de estigmas y prejuicios, es la que permite que se reproduzca el credo securitario como fórmula mágica: aunque todavía no se estableció una línea de investigación sólida sobre el ataque al negocio de la familia Rocuzzo, la precandidata presidencial Patricia Bullrich propuso que las fuerzas armadas intervinieran contra el narcotráfico –rompiendo uno de los consensos democráticos de más de tres décadas, establecidos en la ley de seguridad interior–; Bullrich, semanas atrás, ya había pedido a la DEA arrestar al Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, por presuntos vínculos con el comercio de sustancias ilegales (sin considerar cuestiones elementales de derecho).
La estrategia militar cuenta con muchos fracasos en el continente y el ejemplo más cercano es el sexenio de Felipe Calderón en México. Durante ese período, se registraron 102,859 homicidios y 22,112 desaparecidos –de acuerdo con los datos del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED)–. La tragedia viene acompañada por el reciente enjuciamiento al Secretario de Seguridad Pública mexicano, Genaro García Luna, quien fue acusado de recibir sobornos millonarios del Cártel de Sinaloa a cambio de protección. Como se dijo antes: sin colusión no hay mercado.
La descripción de las organizaciones criminales tiene más de mito que de realidad. El mito, como fórmula despolitizada, no tiene capacidad de establecer criterios de análisis empíricos y solo funciona como marco interpretativo que frente a determinadas noticias sirve como sesgo de confirmación. Como señala la fórmula de Oswaldo Zavala: los cárteles no existen. Esto es: no existen como lo describe el paradigma securitario que a partir de la década de los noventa empezó a tener rentabilidad política. El narco se convirtió “en un objeto primario de la seguridad nacional –escribió Zavala–: un enemigo permanente, sin objetivos políticos reales y solo interesado en su dominio económico por medio de la ilegalidad y la violencia”.
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La invención de un enemigo monolítico, de estructura jerárquica y con una racionalidad burocrática que domina todas las fases del negocio fue productiva: se transformó en discurso hegemónico y marcó las coordenadas epistémicas del abordaje sobre el tema. Se generó, así, una renuncia a producir “una reflexión de las condiciones de posibilidad del narco, en particular su aparición como economía disciplinada por una geopolítica de Estado”.
Esta transformación produjo un doble efecto: permitió la despolitización de los conflictos domésticos inmediatos e hizo virar el discurso oficial hacia las supuestas emergencias permanentes y sin coordenadas políticas específicas del crimen organizado. De esta manera, se crea la idea de que el narco es un poder que actúa por fuera del Estado. Esa postura es falsa: “estas visiones –escribió Zavala– pasan por alto que, hasta mediados de la década de 1990, el PRI administró con eficacia una red de soberanía que le permitió articular un juego geopolítico en el cual el narcotráfico fue objeto de la más rigurosa disciplina de los mecanismos policiales de Estado y su soberanía”.
Las transformaciones económicas y políticas neoliberales hicieron el resto: se generaron las condiciones para la expansión de un mercado con alta demanda. Las economías clandestinas se desarrollan cuando existen mercancías codiciadas y el margen de ganancia está por encima de lo que se puede obtener en la legalidad. Pero para que ello ocurra deben existir estamentos que impidan –o suspendan momentáneamente– el ejercicio de la ley y permitan la expansión con la menor conflictividad posible. Como señaló Matías Dewey: “el éxito de los grupos criminales no se funda solamente en su destreza o capacidad logística, sino en que han logrado relacionarse con ciertos sectores de un socio muy exclusivo: el Estado”.
¿Qué sucede, entonces, en Rosario? Varias cosas a la vez: en las últimas dos décadas se produjo un aumento de la oferta de sustancias, en especial cocaína, que no solo se produjo en los estratos medios y altos, sino que se expandió en las clases populares (de peor calidad y con efectos sanitarios más perniciosos). Sobre esta base, empezaron a instalarse laboratorios de pasta base para facilitar la producción local y bajar costos de traslado.
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Como indica el Observatorio de Política Criminal, “desde principios del 2000, en sus periferias comenzaron a instalarse cocinas y laboratorios de drogas a cargo de organizaciones criminales pequeñas y rudimentarias, pero de base parental. Es decir: familias que comenzaron a tener como medio de vida el comercio de estupefacientes a mediana y baja escala, principalmente para abastecer a los mercados de cercanía”. En consecuencia, comenzaron a proliferar los laboratorios y los bunkers de expendio y la disputa territorial entre los clanes por los mercados. El crecimiento de la oferta generó una multiplicación de la disponibilidad y de la violencia por las plazas de Rosario.
En ese contexto, la actuación policial fue clave: “en el caso de la policía de Rosario –señala el informe del Observatorio–, esta pirámide se invirtió cuando los jefes policiales con poder territorial comenzaron a tener más influencia que sus superiores y a recaudar para sí los flujos económicos provenientes de la economía de lo ilícito, dejando así de responder a las estructuras verticales tradicionales de la fuerza policial. Esto produjo en Rosario una suerte de anomia en los circuitos históricos de recaudación de la policía con consecuencias trágicas para la ciudad”. La acción policial fragmentada es la que regula los circuitos de narcomenudeo.
La particularidad de Rosario son los altos niveles de violencia que, en otras ciudades del país, donde también hay una fuerte presencia del narcotráfico, se visualiza la búsqueda de la mayor discrecionalidad posible. El pacto policial criminal establece un marco de relaciones donde no deben generarse escándalos que demanden la intervención de los demás poderes del Estado. La colusión implica dar información confidencial sobre allanamientos y procedimientos por parte de las fuerzas, entregar datos sobre bandas rivales o sobre sustancias incautables por parte de las organizaciones.
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Las otras particularidades que existen en el caso de Rosario son la posición estratégica que tiene en términos territoriales y el dinámico sector financiero que se alimenta del comercio de granos –tanto el legal como el de contrabando– y de las sustancias ilegalizadas. Si la mirada se reduce a los movimientos de Los Monos, se omite la necesaria actuación de las élites que participan en los circuitos donde los capitales se mueven y se blanquean.
Para poder establecer políticas públicas que incidan sobre el problema se necesita un diagnóstico certero sobre la situación. Ofrecer fórmulas prefabricadas que se buscan importar sin tener en cuenta el contexto o los partícipes necesarios para un mercado clandestino solo puede llevar a un fracaso tras otro. El punitivismo se sostiene ofreciendo una espiral de violencia cada vez mayor: los ejemplos trágicos de México, Colombia y de varios países de América Central muestran cómo se acarrean violaciones a los derechos humanos mientras las economías clandestinas se mantienen casi sin variaciones.
Conocer las particularidades de cada territorio, las economías que funcionan allí, los actores que intervienen y las características de los mercados (si está orientado al abastecimiento interno o al exterior) permiten un diseño más inteligente y multidimensional de las intervenciones. Los mercados clandestinos no van a desaparecer de un día para el otro; por ese motivo, se hace necesario pensar en cómo intervenir para desmontarlos y desalentarlos. Las soluciones que apuntan a un aumento de la población carcelaria solo van a aumentar la rotación del personal –porque una economía frágil, precaria y desigual como la Argentina aumenta los potenciales beneficios de las economías ilegales– sin que nada cambie.
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Para ello es central dejar de lado la mirada clasista que se desprende de la lucha contra el narcotráfico y empezar a analizar y comprender el funcionamiento de los mercados ilegales que tienen múltiples actores. Repetir fórmulas para imponer las mismas políticas de siempre pero cada vez con más violencia es condenar al país a ser como la serpiente que se devora a sí misma.
Fuentes:
- Cozzi, Eugenia: “‘Flaquita, chiquita, sólo se mantiene en pie por los dos fierros que lleva en la cintura’”, LatFem, 2020.
- Dewey, Matías: “El orden clandestino. Política, fuerzas de seguridad y mercados ilegales en la Argentina”, Buenos Aires, Katz Editores, 2015.
- Observatorio de Política Criminal, “Un sueño de Paz. Abordaje a la violencia narco en la Ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe”, Buenos Aires, 2022.
- Zavala, Oswaldo: “Los cárteles no existen: narcotráfico y cultura en México”, México, Malpaso, 2018.
Vía Reset.
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