Entrevista a Montserrat Sagot: Feminismo, Desigualdad y Derechos Humanos en América Latina
Por Luciana Anapios, Mariana Álvarez Bros y Valeria Llobet
Montserrat Sagot hace una pregunta incómoda. ¿Es posible hablar de derechos humanos o de justicia en América Latina y Centroamérica, cuando amplios grupos de personas han sido prácticamente expulsadas de la categoría de lo humano en condiciones de extrema desigualdad y desposesión? En las últimas cuatro décadas, muchas luchas sociales, incluidas las luchas feministas, organizaron sus demandas y sus objetivos en torno a la ampliación de derechos y en particular, en diálogo con los derechos humanos. Pero este proceso se dio, en el caso de América Latina, en un tiempo histórico de post dictadura y democratización, y a la vez, de implementación de reformas y políticas neoliberales.
Sagot es una socióloga costarricense reconocida por sus trabajos sobre violencia contra las mujeres y las niñas. Es licenciada en antropología y magister en sociología por la Universidad de Costa Rica y fue pionera en la investigación en Centroamérica sobre femicidio. En 2010 publicó la primera investigación sobre feminicidio en Costa Rica.
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Invitada por el Centro Regional Cono Sur y Brasil del CALAS, la socióloga costarricense Montserrat Sagot participó de la Plataforma para el diálogo “Identidades, géneros y desigualdades en América Latina”, que tuvo lugar en el Campus de la UNSAM y dialogó con nosotras en un ida y vuelta de días compartidos y correos electrónicos.
América Latina es el continente de mayor desigualdad social y sus sociedades siguen estando organizadas por jerarquías históricamente determinadas. ¿Qué problemas, contradicciones y límites coloca esto a una agenda de derechos humanos?
En contextos de gran desigualdad, como ocurre en América Latina, muchos de los logros de los movimientos feministas y de otros movimientos pueden ser fácilmente cooptados por la democracia liberal y acomodados a las necesidades del sistema capitalista con el fin de permitir ciertas reformas, pero sin tocar el núcleo duro de la desigualdad. Es decir, se reconocen nuevos derechos para poblaciones históricamente excluidas, pero muchos de esos derechos no se aplican en toda su extensión o solo son aprovechados por las mujeres y, en general, por personas de clase media y alta, blancas o mestizas y de las zonas urbanas. Para las otras, las pobres, las indígenas, las afrodescendientes, las campesinas, las que no se ajustan a la heteronormatividad, etc., la democracia y la justicia no llegaron ni antes ni ahora.
Si bien en la época de las dictaduras los discursos sobre “seguridad nacional” hacían ver las demandas sobre bienestar, justicia y Derechos Humanos como amenazas, ahora los discursos han cambiado. Cuando las lógicas del mercado empiezan a imponerse, la preocupación central ya no se centra en la seguridad nacional, sino en el crecimiento económico y la competitividad.
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En ese sentido, como resultado de la acción feminista se generaron políticas de igualdad y se ampliaron derechos, pero la lógica neoliberal y condiciones de desigualdad económica, social, territorial, racial, etc., restringen la amplitud y contenido de esas importantes reformas y, muchas veces, dejan las políticas de igualdad y los derechos en el terreno de la retórica o del mero reconocimiento formal. Por eso se puede argumentar que, si bien el discurso de derechos fue y sigue siendo útil, este, por sí solo, no debilita el poder del capitalismo colonial y heteropatriarcal.
Los países de la región vieron con distintas temporalidades históricas, procesos de incremento de las violencias políticas y criminales. En ese marco, el aumento de las muertes violentas en los últimos cuarenta años ha sido una constante, mostrando la emergencia de formas de asesinato expresivas y vinculadas con las desigualdades de género, que permitieron la conceptualización de “femicidio”. ¿Cómo podemos pensar los derechos de las mujeres y las minorías en un contexto que presenta estas formas de exterminio?
He argumentado, junto con otras personas de la región, que en América Latina se experimenta un proceso letal de grandes proporciones que desecha cuerpos, precisamente de aquellos que son expulsados de la categoría de humanos y se convierten en «nuda vida», utilizando el concepto de Giorgio Agamben. Este terrible fenómeno es el resultado de una larga historia de violencia, despojo y autoritarismo, ahora enlazada con un proceso de acumulación que se ha vuelto necrótico.
Todas estas muertes son el resultado de regímenes desiguales de vida y muerte, producidos por las técnicas de la globalización neoliberal que están impregnadas con cálculos morales acerca del valor diferenciado de los cuerpos. De esta forma, el género, la raza, la clase social, el estatus migratorio, la sexualidad, la edad, producen los cuerpos cuyas vidas se encuentran en riesgo en el contexto de múltiples expresiones de la desigualdad.
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Mi posición es que, en presencia de estas formas extremas de violencia y despojo, que forman parte de un discurso hegemónico, punitivo y disciplinario, el simple reclamo de derechos al Estado puede ocultar las causas de este proceso letal. Es decir, hay que tener presente que estas condiciones de muerte y de violencia perpetua no son el resultado de la falta de normas o de una legislación deficiente o de un Estado inoperante. Estas condiciones son el resultado de un régimen. Es decir, son la encarnación material de un régimen económico, de clases, de sexo-género y de raza profundamente desigual y violento.
En ese sentido, reclamar por mejores leyes, políticas públicas o medidas policiales ignora que hay complicidad del Estado, lo que es un componente esencial de estos contextos que descartan mujeres y otros cuerpos. Si queremos pensar en justicia y bienestar para las mujeres y otros grupos excluidos e imaginar mundos sin despojo y violencia es necesario garantizar una vida plena para las mayorías. Esto implicaría trascender el reclamo de derechos para centrarse en luchar por las condiciones sociales, económicas, políticas, culturales y simbólicas que se requieren para que todos los miembros de una sociedad, según su condición particular, desarrollen y ejerciten sus capacidades, expresen sus experiencias y participen en la determinación de sus condiciones de vida.
¿Para cuántas personas existen las leyes laborales que garantizan salarios mínimos, jornadas laborales reguladas y seguridad social cuando casi el 50% de la fuerza de trabajo en América Latina se encuentra en la informalidad?
Tengo claridad de que a algunas personas no les gusta el término “informalidad” y que prefieren hablar de economías comunitarias o de estrategias de apoyo y sobrevivencia colectivas, etc. Sin embargo, yo sí creo que es importante seguir haciendo referencia a ese término con el fin de hablar de las condiciones de precariedad y desprotección que enfrentan más de la mitad de las personas trabajadoras de la región, el 54% de las mujeres y el 62% de la población joven, según datos de CEPAL.
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No quiero romantizar las duras condiciones de vida y la inseguridad que enfrentan todas las personas que no tienen acceso a un empleo de calidad. De hecho, la informalidad en el empleo es una determinante de los modos de vida generados por el neoliberalismo y fomenta una gran incertidumbre frente a la posibilidad de la sobrevivencia misma. El fenómeno de la informalidad está cruzado por los ejes de la desigualdad social, de las desigualdades de género, socioeconómicas, étnicas y raciales, etarias y territoriales.
En ese sentido, es posible afirmar que la mayoría de las mujeres de la región, la amplia mayoría de las personas jóvenes y adultas mayores, así como quienes habitan en las zonas rurales, viven cotidianamente condiciones de gran precaridad y desprotección, lo que les acerca al pernicioso proceso que autoras, como Lauren Berlant, han llamado “muertes lentas”. Es decir, un proceso continuado de deterioro y de desgaste, que puede llevar a muertes prematuras y que está completamente normalizado por la violencia de los mercados.
¿Qué procesos se abrieron o agudizaron con la pandemia?
Opino que la pandemia ha tenido y va a tener un impacto más profundo de lo que muchas personas, incluyendo muchos gobiernos, quieren reconocer. De hecho, la pandemia constituye una marca muy fuerte que afectará toda la sociabilidad de las próximas décadas. Esta crisis ha transformado nuestras formas de imaginar el mundo y de vivir en el mundo, y ha contribuido a trastocar las relaciones sociales, las relaciones entre los géneros, las formas de organización de la producción, el papel de los Estados, y hasta el lugar de los humanos en la historia y en la naturaleza.
Si antes había desigualdad, esta se profundizó. Si antes había diferencias entre hombres y mujeres en términos de acceso a recursos, empleo, distribución de las tareas de cuidado y reproducción de la vida, violencia, etc., esto no solo ha quedado al descubierto, sino que se ha incrementado. La independencia, la libertad, el bienestar y la integridad de las mujeres y de otros grupos vulnerabilizados son las víctimas silenciosas de la pandemia.
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La crisis también ofreció nuevas justificaciones para la implementación de medidas represivas y nuevas formas de coerción política y social, tanto en los espacios públicos como privados. Por eso yo planteo que en América Latina hay un continuum de violencia y muerte que enlaza las muertes violentas del pasado y el presente con las muertes por el virus. Todas son víctimas del necropoder ejercido por el capitalismo colonial y heteropatriarcal que produce cuerpos vulnerables a la marginación, a la instrumentalización y a la muerte.
Definís a América Latina como una de las regiones más desiguales y violentas y peligrosas del mundo para los defensores de los territorios, en la que la descartabilidad de los cuerpos es una realidad cotidiana. ¿Cuáles son las violencias y desposesiones que construyen este diagnóstico?
Hay innumerables ejemplos sobre esto. América Latina es, en general, una de las regiones más violentas del mundo fuera de una zona de guerra abierta. Algunos de los países como El Salvador, Honduras, Guatemala, Venezuela, México y algunas zonas de Brasil presentan algunas de las tasas más altas de homicidios del mundo. Varios países de la región también se caracterizan por tener las tasas de femicidios más altas.
Según datos de la organización Global Witness (2021), América Latina es la región más mortífera del planeta para los defensores de los territorios y concentra más de dos tercios de este tipo de crímenes. Todo esto tiene una relación muy estrecha con las prácticas extractivistas. Países como Colombia, Perú, Brasil, México, Honduras son escenarios del asesinato sistemático de líderes de estos movimientos, asesinatos que muchas veces ocurren con la complicidad de funcionarios del Estado y de las compañías. Esto quedó claramente demostrado en Honduras con el asesinato de Berta Cáceres, destacada activista feminista y dirigente del pueblo lenca.
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En un continente en el que históricamente han existido prácticas de concentración de la tierra, así como ausencia de políticas redistributivas, con algunas excepciones, el aumento de este tipo de asesinatos ha ido de la mano con la expansión de frontera extractiva, lo que ha llevado a la expulsión de pueblos enteros de sus territorios ancestrales y a prácticas sistemáticas de amedrentamiento y exterminio.
En tu presentación sostenés que cuestionás el paradigma de los derechos y su supuesta fuerza para enfrentar las relaciones desiguales de poder y el concepto de justicia tal como es usa en las democracias neoliberales. ¿Cómo definirías el paradigma de los derechos y el concepto de justicia que propones cuestionar?
Primero debo aclarar que yo entiendo que el paradigma de derechos y, en particular, el paradigma de Derechos Humanos, han sido fundamentales para hacer reclamos a los Estados represivos e incluso para hacer avanzar procesos legales y condenas contra quienes han violado esos derechos. También es importante reconocer que el paradigma de los Derechos Humanos ha sido un marco ético muy importante para el movimiento feminista para reclamar las responsabilidades del Estado, por acción o por omisión, frente a las diversas formas de discriminación, opresión e injusticias que viven las mujeres, en especial, las diferentes manifestaciones de la violencia.
Sin embargo, yo cuestiono el paradigma de Derechos Humanos que centra su accionar en los derechos individuales en la esfera pública ya que es universalizante y puede ser fácilmente cooptado. El discurso de derechos es importante y útil, pero no debilita el poder del neoliberalismo, ni garantiza justicia para las personas más excluidas. De hecho, las medidas para alcanzar igualdad de jure, por medio del otorgamiento de derechos, sobre todo de reconocimiento, son una concesión a las demandas de movimientos sociales, pero se pueden convertir en promesa vacía al ensanchar la brecha entre empoderamiento político y económico de algunos, y las condiciones de despojo de las mayorías.
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Asimismo, los reclamos de igualdad frente al Estado nos atan a una política de presencia, a la paridad o al reconocimiento, pero no se elimina la injusticia y no se destruye el régimen. La dinámica de demandar derechos formales no ha tenido un suficiente impacto en la reparación de las desigualdades históricas y de las nuevas que surgen por el reacomodo de los sistemas de opresión.
Abogo entonces por una concepción transformadora de la justicia que hace referencia a una sociedad que contiene y sustenta las condiciones sociales, políticas, culturales, económicas y simbólicas necesarias para que todos sus miembros, según su condición particular, desarrollen y ejerciten sus capacidades, expresen sus experiencias y participen en la determinación de sus condiciones de vida. Entiendo que este planteamiento, por ahora, está ubicado en el terreno de los horizontes utópicos.
¿Como explicás la relación entre desigualdad, desposesión y descartabilidad de los cuerpos?
Varios autores y autoras que analizan la desigualdad, como Göran Therborn, argumentan que esta no se limita a una injusta distribución de la riqueza y los recursos, sino que es un orden socio-cultural, que tiene muchas consecuencias.
Entre otras consecuencias, las diferentes manifestaciones de la desigualdad reducen nuestras capacidades de funcionar como seres humanos y, en algunos casos, expulsa a grupos enteros de la categoría de lo humano. Les coloca en lo que Frantz Fanon llamó “estar debajo de la línea de lo humano”. La desigualdad reduce nuestros recursos para actuar y participar en el mundo, y genera subordinación, opresión y exclusión. Asimismo, nos sumerge en mundos de gran inseguridad y violencia constante, limitando también nuestro acceso a recursos básicos para la sobrevivencia como la alimentación de calidad, la salud, el agua, etc.
La desigualdad tiene incluso un impacto psicológico ya que reduce la dignidad, el auto-respeto, nuestro sentido de pertenencia y hasta nuestro sentido del yo. ¿Y dónde se pueden encontrar claramente las marcas de la desigualdad?: en el cuerpo. Es decir, la desigualdad marca los cuerpos para el desgaste, para las carencias, para el sufrimiento, para la subyugación e incluso para la muerte. Y estas muertes pueden ser violentas, pero también pueden ser “muertes lentas”. Como lo planteó Lauren Berlant, las muertes lentas son el resultado de un proceso inexorable de deterioro, lo que se convierte en una condición que define la existencia y la experiencia histórica de las personas que viven bajo condiciones de extrema desigualdad, aunque su muerte no ocurra en un solo acto violento.
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Los asesinatos de personas de grupos históricamente excluidos no son anomalías sociales o eventos extraordinarios. Son, más bien, parte sustantiva de la lógica de control social al transformarse en un discurso punitivo y una práctica disciplinaria y ejemplarizante.
¿Se puede hablar de masificación de los movimientos feministas en América Latina?
América Latina no es un territorio homogéneo. En ese sentido, no se puede hacer una generalización sobre las manifestaciones de los movimientos feministas. Hay países que han tenido condiciones más propicias para el surgimiento y expansión de los feminismos, y otros países, cuya historia y condiciones materiales, ponen muchas limitaciones para que florezcan movimientos emancipadores como el feminismo.
Además, yo diría que no se puede hablar en términos generales de masificación de los movimientos feministas. Podemos hablar de momentos de masificación en algunos países. Es decir, en algunos momentos se han dado las condiciones para que los feminismos se aglutinen, aglutinen a otras fuerzas y movimientos, y sean capaces de manifestarse masivamente. En la historia reciente, movimientos como la Marea Verde, Ni Una Menos, MeToo, Madres de las Víctimas de Feminicidios, Ni Una Más, etc., han tenido presencia masiva en los espacios públicos y han propiciado algunos cambios legales de mucha importancia.
Sin embargo, las oportunidades para la visibilización y la incidencia feminista oscilan entre los momentos de cambio liberador y receptividad social, por un lado, y los momentos de mayor conservadurismo y represión, por otro. En esos momentos más liberadores y de apertura, se dan entonces los procesos de masificación, mientras en los momentos de mayor conservadurismo los feminismos tienden a retrotraerse.
¿Dónde radica el componente emancipador de los movimientos feministas?
Los movimientos feministas, en particular los que se alejan de las posturas tradicionales del feminismo liberal, tienen auto-contenida en sus postulados una propuesta de emancipación. Por propuesta de emancipación yo entiendo aquella que plantea la necesidad de liberarse de todas las formas de opresión. Por eso, la utopía feminista, más que cualquier otra utopía, siempre ha aspirado a una transformación social de grandes dimensiones que desmantele todas las formas de poder opresivo.
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Si bien este concepto ha sido objeto de críticas por parte de algunos autores y autoras, incluyendo algunas reconocidas feministas, yo sigo pensando en la necesidad de propuestas que consideren la necesidad de enfrentar y transformar radicalmente todas las formas de opresión. Y muchos de los feminismos contienen en sus teorías y prácticas esas propuestas de transformación radical cuando plantean la necesidad de desmantelar las estructuras socio-económicas, raciales, de género, etc., para así promover formas de vida basadas en el bienestar, y fomentar los procesos y prácticas de autonomía, empoderamiento y libertad, individuales y colectivos.
En su texto sobre el feminismo como negación de autoritarismo, Julieta Kirkwood ya planteó que el movimiento feminista tenía que incluir en su programa la liberación de todas las formas de opresión porque un movimiento que no lo hace, decía ella, está básicamente negándose a sí mismo. En ese reconocimiento de todas las formas de opresión y en la necesidad de desmantelarlas está el componente emancipador de los feminismos.
Valeria Llobet es doctora de la UBA con mención en Psicología, y Posdoctora en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud. Investigadora de CONICET con sede en el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas (LICH) CONICET-UNSAM, y directora del Centro de Estudios sobre Desigualdades, Sujetos e Instituciones (CEDESI) de la Escuela de Humanidades de UNSAM.
Luciana Anapios es Doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires, Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y Profesora Adjunta de la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (EIDAES-UNSAM).
Mariana Álvarez Broz, es Doctora en Sociología por la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM) e investigadora del CONICET.
Vía elDiarioAR.
Foto vía elDiarioAR, editada en Canva por El Planteo
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