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Tan Tóxica: La Relación del Estado con las Personas que Usan Drogas

Por Reset Drogas

Tan Tóxica: La Relación del Estado con las Personas que Usan Drogas

✍ 17 November, 2021 - 07:02

Por Mariano Fusero.

El abordaje y tratamiento de las personas que usan drogas de forma problemática es una quimera en nuestro país, basada en posicionamientos históricos estigmatizantes que jerarquizan la represión sobre cualquier alternativa humanitaria.

El fundamento exculpatorio de este absurdo se sustenta en consideraciones moralistas, higienistas y perfeccionistas que entienden al consumo de sustancias como una decisión individual lesiva, voluntaria y desviada, sobre la cual amerita la imposición del castigo neutralizante antes de que éste se traduzca en una afectación a la seguridad colectiva. La neutralización del peligro podrá ejecutarse mediante la prisionización, la internación involuntaria como prima ratio o un tiro policial.

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Se diluye el abordaje que debería implementarse, basado en criterios interdisciplinarios de salud mental, creando un estigma negativo de peligrosidad sobre las personas que consumen que habilita una intervención artificial en su tratamiento: el policial. El propósito no radica en velar por la salud individual de las personas que consumen, sino por la neutralización del peligro que representan en el imaginario social.

En palabras de uno de los principales impulsores de nuestra ley penal (23.737 de 1989):

Cuando se indica que el consumidor es un enfermo la expresión debe tomarse con cierta relatividad o se debe advertir que, en cierta forma, se trata de un enfermo contagioso, y a éstos, algún tipo de medida hay que aplicarles, tales como de tipo asegurativo o curativo que tiendan a segregarlo mientras se encuentran en ese estado de contagio. (…) es decir se trata de un sujeto peligroso que no podemos dejar circular libremente

Senador Eduardo Menem, debate parlamentario de la sanción de la ley 23.737).

La aplicación plena de la Ley de Salud Mental (2010) y de la Ley sobre Abordaje de Consumos Problemáticos (IACOP) (2014) como solución fantástica es otra quimera si no se las acompaña con la despenalización de las personas que consumen y la destercerización de los servicios de tratamiento de consumos problemáticos.

Nuestra legislación penal, de las más atrasadas y anacrónicas de la región, continúa persiguiendo a las personas por meros actos relacionados al consumo (tenencias, autocultivos, consumos en la vía pública, etc.), a pesar de que la Corte Suprema haya sentenciado hace doce años que tal penalización es inconstitucional (Fallo “Arriola” de 2009). Desde entonces, una treintena de proyectos de ley impulsados por las más variadas fuerzas políticas, se han presentado en el Congreso de la Nación con el fin de despenalizar.

Sin embargo, nuestra legislación sigue estigmatizando a las personas que consumen como delincuentes actuales o potenciales mientras tales iniciativas duermen en el anecdotario legislativo. Los señalamientos sociales e institucionales imprimen en las personas el rol delincuencial, obturando la posibilidad de acudir a una debida asistencia por temor a  ser criminalizadas por las fuerzas del orden y/o estigmatizadas por sus propios entornos familiares, sociales y laborales. En este sentido, si las personas que consumen son definidas por nuestra legislación como delincuentes ¿cómo es que nos sorprende la intervención policial?

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Al señalamiento estigmatizante en materia legislativa se suma el carácter expulsivo de una buena parte de efectores públicos y privados de salud en relación a la atención de personas que consumen, desprovistos generalmente de abordajes de reducción de daños que signifiquen un tratamiento ético, empático y humanitario ante la singularidad de cada consulta. La mayoría de los tratamientos disponibles se basan en estrategias abstencionistas que resultan tortuosas para buena parte de las personas que no quieren o no pueden sostener la abstención, sino que pretenden arribar a un consumo controlado y responsable.

Se estima que sólo el 10% de las personas con consumo problemático de sustancias está dispuesta a dejar de consumir. Cabe destacar que la ley IACOP, aprobada por unanimidad en ambas cámaras legislativas, ordena incorporar el modelo de reducción de daños en sus preceptos. Sin embargo, luego de siete años de vigencia y tres gobiernos, aun aguarda ser reglamentada por el Poder Ejecutivo Nacional. Su escasa operatividad obedece a tal omisión inconstitucional, sumada a la tercerización histórica de los tratamientos como lamentable política de Estado y al riesgo penal que significa la implementación de ciertos abordajes de reducción de daños sin una norma que los exima de tal amenaza.

En palabras de la Organización Mundial de la Salud (OMS):

Las leyes que penalizan el uso o posesión de drogas pueden disuadir a las personas de buscar atención por su miedo a ser arrestadas y procesadas. Estas leyes pueden disuadir a los proveedores de servicios de reducción de daños de ofrecer asistencia, incluso debido a preocupaciones sobre su propia responsabilidad legal.

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Así como se habla de desmanicomialización en materia de salud mental, debemos empezar a debatir su destercerización en materia de tratamiento de las adicciones. Desde la década del ’80 nuestro país se ha desentendido de su obligación primaria de abordar la reducción de la demanda de drogas (prevención y tratamiento) como política de salud pública, tercerizando sus servicios en una diversidad de efectores y operadores financiados por el mismo Estado, a la par que desfinancia sus obligaciones sobre la salud mental.

Esta tercerización, sin un efectivo contralor institucional que la monitoree, significa que la mayoría de las personas con consumo problemático que requieren de asistencia deba incurrir en dispositivos de lo más diversos que pueden sostener indistintamente el abstencionismo como tratamiento inhumano, la internación compulsiva como castigo expiatorio, el aprovechamiento de sus asistidos/as como mano de obra precarizada en emprendimientos comerciales, la renuncia de los consumos mediante el rezo y entrega personal a divinidades y supersticiones, apremios ilegales de los más variados, etc.

Un informe de 2017 del Observatorio Argentino de Drogas (OAD) afirma que los principales lugares de búsqueda de ayuda profesional fueron las iglesias o grupos religiosos (28,4%), Alcohólicos Anónimos (23%) y comunidades terapéuticas (19%). Recién en quinto lugar aparecen los hospitales generales como un abordaje posible desde la salud pública y en décimo-segundo lugar, los centros de salud mental. Una diversidad de estrategias y abordajes en manos de actores con trayectorias e intereses disímiles, alejados de toda evidencia conforme demanda nuestra legislación, que configuran la ausencia clara de una política de Estado sostenida en el tiempo sobre la reducción de la demanda.

En palabras de la Organización de Naciones Unidas (ONU):

El uso de drogas y los trastornos por uso de drogas son reconocidos como un problema de salud pública que requieren, sobre todo, respuestas basadas en evidencia y centradas en la salud dentro de la comunidad, a diferencia del encarcelamiento. Al respecto, debe considerarse la despenalización de la posesión de drogas para uso personal.

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La tercerización no debe ni puede ser una política de Estado. Sin embargo, el poder de lobby que representa los intereses económicos y políticos de tales actores, principalmente los eclesiásticos, suele disponer del control de las estructuras de poder institucional y simbólico que garanticen inmunidad en su existencia y financiamiento.

Por último, cabe mencionar el efecto cuasi esotérico que se le endilga a un universo de sustancias fiscalizadas por nuestra ley penal, englobando bajo la categoría “droga” a una pluralidad de sustancias con efectos de lo más disímiles en la apreciación subjetiva de cada persona. Más allá de que las sustancias puedan clasificarse en su composición original como depresoras, alucinógenas o estimulantes, lo cierto es que son objetos a los que no pueden atribuírseles la responsabilidad de un universo inabarcable de comportamientos humanos, subjetivando a las mismas.

La “droga” no mata, la “droga” no camina, la “droga” no es responsable de hechos de violencia. Las personas, sus subjetividades y trayectorias, son las que cometen conductas lesivas de terceros, a veces bajo el efecto circunstancial del consumo de sustancias legales o ilegales, pero sin significar ello una causal lineal o exculpatoria. Aproximadamente el 90% de las personas que consumen no tiene trastornos en sus consumos y menos aún afecta derechos de terceras personas.

Sin embargo, la previsibilidad de los efectos en el consumo de algunas sustancias resulta imposible cuando las personas deben adquirir las sustancias en contextos de clandestinidad sin una regulación legal que controle su calidad y composición. El mercado clandestino involucra sustancias de “corte” o adulteración, principalmente en su composición sintética, que puede ser causal de efectos tóxicos indeseados por quien las consume y efectos psicoactivos proclives al desarrollo de comportamientos sociales disvaliosos. Ante ello, la regulación legal y control de las sustancias por parte del Estado se hace imperiosa tal como lo demuestran los debates a nivel internacional y los avances, aunque insuficientes, en relación al cannabis.

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En palabras de la Organización de Estados Americanos (OEA):

Líderes hemisféricos, ex Jefes de Estado, académicos y representantes de la sociedad civil, preocupados por el impacto de la violencia relacionada con las drogas y el continuo flujo de drogas en la región, han promovido la adopción de políticas orientadas a reducir la importancia de la justicia penal en el control de éstas. Informes emanados de grupos de alto nivel como la Comisión Global sobre Políticas de Drogas, al enfatizar la necesidad de reducir los daños a la salud, la seguridad y el bienestar de los individuos y la sociedad, favorecen la óptica de tratar el consumo de drogas como una cuestión de salud pública, de reducir el consumo con campañas de prevención basadas en la evidencia y de alentar la experimentación con modelos de regulación legal de ciertas drogas, entre otras recomendaciones.

Ante la vulnerabilidad de las personas que consumen de no saber qué están consumiendo, se suman los contextos de clandestinidad y violencia a los que se someten para acceder a las sustancias, y la posibilidad de toparse nuevamente con las fuerzas del orden proclives siempre a vincularlos a hechos de extorsión policial y criminalización selectiva, que tienden a la conformación de estadísticas que simulen algún éxito en la batalla contra el “flagelo”, son funcionales a la agenda de demagogia punitiva/electoral y satisfacen las ansias represivas del temor social hacia los “desviados”.

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Así las cosas, no debería sorprendernos que la relación de las personas que consumen con el Estado se reduzca a la relación que tienen con sus fuerzas de seguridad. Tales padecimientos se acentúan cuando se intersectan con otros factores como raciales, etarios, pobreodiantes y clasistas que afectan selectivamente a los/as marginados/as de siempre; hasta que un hecho que les resulta de una cotidianidad escandalosa se topa con la excepcionalidad de afectar a alguien famoso y/o a quien pertenece a un sector social desacostumbrado a tales atropellos.

Vía Reset.

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