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Camino al Andar: ‘Trimmigrants’ Cuentan Su Viaje a la Industria del Cannabis en California

Camino al Andar: ‘Trimmigrants’ Cuentan Su Viaje a la Industria del Cannabis en California

✍ 4 April, 2023 - 12:05


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A esta altura, ya son conocidas las historias de quienes fueron a trabajar a las cosechas de cannabis en el norte de California.

Más conocidos como “trimmigrants“, se trata de jornaleros inmigrantes. A la sazón, “trimm” quiere decir “recorte” en inglés. ¿Recorte? Sí, porque, en principio, viajan a recortar flores en época de cosecha.

La historia va más o menos así: “¡Podés hacer más de 5.000 USD en un mes recortando flores! ¡Viajás y vivís entre las plantas!”.

¿Pero…? ¿es tan así? ¿Qué esconde la historia que nos cuentan? ¿Qué hay de cierto en la idealización de migrar a EEUU? ¿Es verdad que el pasto siempre es más verde del otro lado del alambrado? ¿Cuánto de verdad, mito, hype, ego, aspiración y realidad hay en esta historia?

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Cuando Esteban cruzó el control migratorio del aeropuerto de Miami en 2015, no sabía bien con qué se iba a encontrar. En California lo esperaba Jesús, un amigo “conectado” que conoció mochileando en México. Pensó en Hollywood, la banda Cypress Hill, San Francisco y más arriba, el condado de Humboldt. O por lo menos lo que creía que era el condado de Humboldt.

De Miami, a Los Ángeles, y de ahí en bondi, al norte. Uno a San Francisco. Hostels, taxis, más bondis. Argentinos buena onda en el camino que le regalaron un par de pistas y un consejo: “Comprate un auto, en Humboldt sin auto no existís”. Ahora sí. Una Dodge Astro Van modelo 1986. ¿Al cambio? Accesible. Lo suficiente como para llevarlo a su primera granja clandestina de cannabis.

Érase una vez

Arbolitos, acantilados, mar y paisaje rural. El camino que conduce al norte de California desde San Francisco fue alguna vez un proyecto de infraestructura masiva de los años 30. Abandonado unos años más tarde, el camino que terminaba en un paraje desolado permitió que llegaran los primeros hippies en la década del 60.

Venían de Haight-Ashbury, hoy un barrio paquete de San Francisco, que al igual que el Greenwich Village en Nueva York, supo ser refugio de disidencias sexuales, la intelectualidad bohemia, movimientos populares y artistas.

En busca de un paisaje bucólico, tomaron en serio las lecturas beatniks y emprendieron viaje bosque adentro. Construyeron casas, escuelas, talleres, armaron cooperativas, centros comunitarios y cultivos de cannabis entre otras hortalizas.

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Más tarde, vino Nixon. Y con Nixon en la presidencia, la guerra contra las drogas. Luego Reagan y el recorte de los planes de asistencia social.

Con pocas alternativas a mano, los hippies se volvieron cultivadores profesionales. La prohibición aumentó el precio. Y a mayor precio, mayor oferta. Hacia la década del 80, los granjeros de los condados de Mendocino, Humboldt y Trinity vieron la llegada de cultivadores que buscaban algo distinto. Hacer dinero.

Y con ellos, vino una catarata de trabajadores migrantes.

En una peli

Cuando Esteban pisó Humboldt por primera vez fue en una estación de servicio. Frenó la Astro Van y, al bajar, una escena de Quentin Tarantino. Un granjero blanco, baja de una 4×4. Parece que busca fertilizantes, difícil saberlo, se le entiende poco y nada. Se queja con el cajero enfundado en un turbante Sij que le responde con la mano.

Un grupo de búlgaros tomando café sobre un Mercedes negro fumando sin parar y, más allá, acodados sobre la máquina de hielo otros dos, duros, que miran de reojo. Pasa una troupe de gente con rasgos asiáticos: no dicen nada, miran al piso y caminan derechito. Una pareja de catalanes, dos paisas con un perro, portugueses y muchos australianos.

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“¿Estoy en Humboldt?”, se preguntó Esteban. Es que la imagen no era precisamente la de un lugar oculto en la montaña. Más bien, un despliegue a luz del día. Esteban no lo sabe aún, pero llega al principio del fin. El fin de lo que alguna vez fue un negocio próspero para los pequeños granjeros.

Los pueblos de la zona no difieren uno del otro. “Estás en una película. El pueblo donde yo estaba se componía de un parque de casas rodantes, una hamburguesería, una estación postal, una carnicería y un pequeño barcito. Eso es el pueblo, y todas las granjas que están alrededor. El 85% de la gente se dedica al cannabis de alguna forma u otra”, dice Esteban.

Lo que sí cambia es el precio de la libra de cannabis. “Hace 15 años, la libra salía a 2000 USD, pero hoy te la pagan 150 USD, 300 USD”, explica Esteban, que ya vió a muchas granjas reconvertirse en invernaderos para sobrevivir.

El bar

“Íbamos al bar porque era lo único que había que hacer. Todo sucede en el bar. Conseguís trabajo, alojamiento, transporte. Conoces amigxs, tejes tu red. El plan es ir al bar a comer alitas de pollo o chicken fingers, o bajar a la ciudad, a un Wall Mart o un Taco Bell”, cuenta Mariana una cultivadora que desde 2017 vive en California.

Con alegría recuerda la emoción de romper el tedio rural con una dosis de carbohidratos, azúcares y grasas saturadas. “No hay otra actividad allá arriba”, completa la oriunda de Capital Federal.

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“La gente local es un poco agria con los extranjeros también, porque en época de cosecha se acumula mucha gente buscando trabajo, acampan en la ruta, van al río y dejan mugre ahí. Entonces de entrada al local le caes mal. Hay muchas reglas. Tenés que dejar 1 USD de propina a la bartender cada vez que pedís algo. Si no, los locales te miran mal, y no te atienden más”, dice Mariana.

“En el 2005, 2010, el círculo era muy cerrado. Casi no había inmigrantes. Después empezaron a llegar más europeos. Y ya en 2018 y 2019 estuvo minado de argentinos. Se fue corriendo de boca en boca”, agrega Esteban.

Aun así, con sus reglas, tanto Mariana como Esteban reconocen que la zona es un poco un lugar sin ley, pero con códigos. Nadie llama a la policía, ni hay denuncias de por medio. Más bien ajustes de cuenta, mediados de algún consumo problemático más allá del cannabis.

Y advierten: “En la época de corte, en octubre, cuando baja el sol, el 90% de las granjas disparan al cielo para avisar que están armados”. “M-16, AK47, Uzis, ‘Ta ta ta ta ta ta ta ta’”, completa Estaban.

La granja

Trabajar en una granja es sin dudas una aventura. Lo cual no implica que sea buena o mala. Es, simplemente, impredecible.

Jesús, otro trimmer, ya no se sorprende. Desde que visitó la zona por primera vez en 2012, ha visto de todo: estafas, hasta trabajo esclavo y secuestros, helicópteros en vuelo rasante, allanamientos, piquetes y extorsiones.

Recién llegado, vivió un par de temporadas en su auto, algo que le resultaba más cómodo que dormir en una carpa o tienda de campaña a la intemperie, la opción más común. Reconoce que tuvo suerte. De entrada, conoció a un granjero fugitivo de la ley, que ya entrado en sus 60, le encomendó cuidar su jardín. Unas 100 plantas en exterior que alcanzaban los tres metros de altura.

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“Ese señor fue a la quiebra porque tampoco entró en los parámetros del mercado. No cultivaba las genéticas que el mercado quería. El comprador que venía de la ciudad, venía todos los meses con parámetros diferentes. Por ejemplo, querían cogollos no más grandes que el dedo pulgar. Él tenía unas copas del tamaño del antebrazo y no las quería cortar. Entonces estuvo tres años sin vender y así le fue”, dice Jesús.

Es trabajo rural. Intenso. Tienes que cubrir y descubrir los invernaderos todos los días, regar, podar, mover sustratos, y, además, procurar el diesel, el agua potable. De 6 de la mañana a 6 de la tarde como mínimo. Además de eso está el trabajo de timming, o recorte. Antes pagaban por libra, hasta 200 USD. Hoy pagan por hora, el sueldo mínimo del estado que es 15 USD”, continúa el peruano que asegura haber cobrado hasta 2000 USD en un día.

Esteban, con menos experiencia, es más conservador. “Si se alinean todos los planetas podés hacer 5000 USD en un mes. Pero te tiene que salir todo bien”, sentencia. Mariana, por caso, aconseja: “Todo depende de los contactos que tengas y la gente que conozcas. Si vienen, vengan por la experiencia”.

La fábrica

Lejos de las colinas brumosas del norte, aunque todavía en California, la industria evoluciona a pasos agigantados. Y, de hecho, se montan fábricas para procesar el excedente de cannabis producido en granjas como las de Jesús, Mariana y Esteban.

En una de ellas cayó Charly, un chileno con familia en Los Ángeles que pasó de cultivar en terrazas de Valparaíso, a fabricar, empaquetar, etiquetar y distribuir extractos como resinas y BHO, en el circuito ilegal.

“La montaña te quema la cabeza”, asegura Charly. “De Humboldt, nos fuimos a Oregon, a trabajar a otras granjas. Pero ahí el mercado estaba saturado también. Terminé haciendo BHO en una cocina gigante en Los Ángeles con la pareja de mi prima”, agrega.

“Íbamos a la montaña a comprar barato. Comprábamos manicura fina, unas bolsas enormes a muy buen precio. No saben dónde ponerlo y nosotros le encontramos la vuelta. Lo llevábamos a la cocina y le sacábamos un muy buen porcentaje. Rellenábamos cartuchos y los vendíamos en las sheshs, que son como ferias clandestinas gigantes donde se vende de todo, desde chocolates hasta gomitas”, recuerda Charly.

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Si algo le impactó de la escena angelina es la monstruosidad y el desparpajo de la industria. Las bandas, los guardias de seguridad armados, los autos blindados y la tensión de comerciar en la ilegalidad y a plena luz del día.

El plan es sencillo. “Normalmente lo organiza una o una banda o un loco, que se encarga de hacer todo, busca las locaciones, contrata la seguridad, un tipo con una metra y una radio con frecuencia policial, consigue el catering, el bar, la música”, así describe Charly esta suerte de shopping 420 a todo culo.

La receta de Charly tampoco es muy compleja.

Varios freezers, un par de circuitos cerrados de etanol para hacer las extracciones, unas fuentes de vidrio templado, horno eléctrico, máscaras y espátulas de acero inoxidable para moldear el producto.

Frasquitos de 1 gramo con etiquetas de diseño para completar el packaging y listo, el producto de Charly sale de la fábrica familiar al mercado de cannabis más competitivo del mundo.

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ACERCA DEL AUTOR

Nicolás es Licenciado en Relaciones Internacionales e investigador del Doctorado en Política Pública y Urbana de The New School en la ciudad de Nueva York. En 2014, trabajo para Naciones Unidas en Kosovo y co-fundó la Open Data Kosovo Foundation for Digital Capacity-Building. En 2015 recibió un Master en Asuntos Internacionales y en 2020 un Master en Filosofía. Actualmente se dedica a estudiar la relación entre la industria del cannabis y las políticas de desarrollo económico equitativo, en Argentina, donde conduce su trabajo de campo.

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