Ibogaína Contra la Crisis de Opiáceos: la Historia de Juliana Mulligan
Por Adaam James Levin-Areddy.
Eso de no encajar comenzó temprano. Al asistir a una escuela primaria privada en Florida, Juliana Mulligan -hija de dos astrólogxs y habiendo pasado parte de su infancia en la India- nunca encontró un lugar entre sus pares “realmente conservadores y adineradxs”. La soledad se convirtió en alienación, luego en ansiedad, luego en depresión.
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La primera experiencia de alivio llegó a los veinte años, cuando su novio de entonces la introdujo a los opiáceos. “Por primera vez en mi vida, toda mi ansiedad y depresión desaparecieron”, dice. “Fue liberador. Se convirtió en el mejor momento de mi semana”.
Comenzó con metadona, un opiáceo prescrito como analgésico y para el tratamiento para la dependencia de otros opiáceos, incluyendo la heroína. Pronto, le siguió la heroína. Y la oxicodona. Luego fentanil. Y cualquier cosa que pudiera conseguir.
Rápidamente se convirtió en un hábito: primero quitándole el dolor, luego el tiempo y el dinero. Su incapacidad para permitirse un hábito constante la llevó a un estado perpetuo de abstinencia, siempre “semi-enferma”. Así que intentó ir a rehabilitación.
A los 22 años, se internó en un centro de rehabilitación ruinoso, aunque económico, en medio de la jungla de Belice (a. era barato; b. no era en los Estados Unidos).
“Estaba realmente destartalado. Dirigido por un médico de Texas que ni siquiera estaba ahí”, recuerda. “Era básicamente reuniones constantes de ’12 pasos’. Se supone que debes dejar las drogas, pero dan cuatro o cinco nuevas. Después volví a consumir de nuevo. Creo que la mayoría de nosotrxs lo hizo”.
Y así continúa el espiral descendente: en Florida, Juliana fue arrestada por robar en una tienda y pasó una noche en la cárcel. La noche antes de su orientación de libertad condicional se encontró con un amigx de la infancia que la llevó a “un tour demencial de drogas en algunos lugares realmente oscuros de Miami”.
“No hace falta decir que no me presenté a la orientación de libertad condicional al día siguiente”, dice. “Alrededor de una semana después, mi amigx y yo regresamos del infierno de Miami y mis padres le dijeron a la policía dónde estaba por temor de mi seguridad”.
La policía llamó en plena noche a la puerta del apartamento de su amigx, donde había estado durmiendo. Su lívida oficial de libertad condicional (“una villana de Disney con el pelo decolorado a blanco, mucha sombra azul de ojos y lápiz labial rojo”) exigió que se hiciera un test de drogas. Dio positivo para “todas las drogas menos la marihuana”.
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Una sentencia de seis meses. Tres si se comprometía a un programa de rehabilitación de prisionerxs.
La desintoxicación de golpe en la cárcel, recuerda, fue “lo más cercano al infierno en la tierra que me ha pasado”. Frágil y en agonía crónica, Juliana tuvo que ser trasladada al bloque de observación médica; el hombre de la celda vecina había sido condenado por asesinar a su novia embarazada. Juliana se sentía atormentada, pero lxs oficiales descartaron su despliegue emocional como psicosomático, o una actuación.
“Está todo en tu cabeza”, le decían. “Estás aquí hasta abril, así que será mejor que te recompongas”.
“Éste fue, en realidad, el tratamiento inhumano normal que experimenté a manos de profesionales a lo largo de mi época de uso de opiáceos”, dice. “Cuando llegué al final de la abstinencia tuve una especie de epifanía espiritual: de repente me di cuenta de que estaba en la cárcel haciendo investigación social. Intenté observar la dinámica de la cárcel, hacerla lo más divertida posible, hacer reír a la gente y causar algún caos donde podía”.
Menos seductor fue el Proyecto Recuperación, el programa de rehabilitación al que se le había exigido que asistiera, que no era mucho más que otro programa de 12 pasos pero más vigilado.
“No soy fan del programa de los 12 pasos. No creo que el hecho de que se obligue a la gente decir que es impotente, o que tiene una enfermedad, sea útil de ninguna manera o forma”, dice. “Siempre me sentí muy impotente. Y no hubo ninguna discusión sobre la sociedad o las estructuras familiares que llevan a la gente al abuso de sustancias. Se trata siempre del individuo”.
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Fuera de la cárcel y sin dependencia de las sustancias, Juliana comenzó a viajar por el mundo de nuevo. Pero el enamorarse en Bogotá (“un lugar difícil de navegar si estás intentando no consumir drogas”) precipitó la siguiente y última recaída. En una conspiración de serendipia e ironía, fue la disponibilidad sin fondo y lo baratas que eran las drogas lo que convenció a Juliana de una vez por todas de que, en sus palabras, “los opiáceos apestan”.
“Necesitaba llegar a ese punto. Era capaz de tomar todo lo que quisiera. Y no quería más”, dice. Y ella sabía el siguiente paso.
Foto por Robert Rieger
La confraternización de Juliana con “usuarixs psicodélicxs con inclinación académica” (sus palabras) puso en su radar, desde una edad temprana, el trabajo de la Asociación Multidisciplinaria de Estudios Psicodélicos (MAPS), una organización sin fines de lucro dedicada a la investigación psicodélica. A los 23 años, había aprendido sobre la ibogaína, un alcaloide psicoactivo obtenido de las raíces del arbusto Tabernanthe iboga.
La ibogaína se ha utilizado como sacramento en la religión Bwiti en África occidental durante siglos, pero desde la década del ’90 han surgido clínicas médicas -en gran parte en México- para administrarla a personas que luchan contra la dependencia de sustancias. (A lxs profesionales autorizadxs también se les permite legalmente administrar ibogaína en clínicas de Sudáfrica, Brasil y Nueva Zelanda).
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El centro promedio cobra entre USD 5.000 y USD 10.000 por tratamiento, y a veces más. Para Juliana, que regularmente agotaba sus ahorros para mantener su dependencia, ésta era una suma inhibitoria. Pero después de su experiencia en Bogotá, y con el apoyo de un amigx cercanx, decidió acudir a su madre, que en ese momento no estaba al tanto de su última recaída. Su madre estaba “100% a bordo” y se ofreció a cubrir el costo.
Entre las drogas utilizadas en los tratamientos de abstinencia, la ibogaína es única. La mayoría de las sustancias que se administran a lxs pacientes en rehabilitación están destinadas a aliviar temporalmente los dolores de la abstinencia. El nombre de la práctica, “terapia de sustitución”, ya implica sus defectos (los que Juliana conocía tan bien). El tratamiento con ibogaína, en cambio, va después de la adicción. Pone a las personas en lo que a menudo se describe como un estado de “sueño lúcido”, con efectos que duran más de 10 horas.
“No es un alucinógeno como el LSD. No es como si estuvieras sentado despierto mirando las marcas de la pared”, describe Dana Beal, uno de los principales activistas de la ibogaína, que ha experimentado personalmente sus efectos. “Cierras los ojos y entras en un sueño lúcido. Estás paralizadx porque no puedes convocar la voluntad de moverte. Sólo quieres tumbarte en una habitación tranquila, y que te dejen solx para repasar una vida de recuerdos”.
En un pequeño estudio, publicado en The American Journal of Drug and Alcohol Abuse en el 2018, el 50% de lxs pacientes informaron no haber consumido opiáceos en los 30 días anteriores en la revisión de tres meses posterior a su tratamiento con ibogaína. Según Ken Alper, profesor asociado de psiquiatría y neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, entre un tercio y la mitad de lxs pacientes nunca completan el tratamiento de desintoxicación con metadona, buprenorfina y klonopin, los tres medicamentos más comunes para los síntomas de abstinencia de opiáceos. Entre las personas que se desintoxican completamente con estas drogas, menos de la mitad sigue sobria después de cuatro o cinco meses.
“La ibogaína es la anti-droga”, dice Beal, quien junto con lxs investigadores Howard Lotsof y Norma Alexander estudió los efectos terapéuticos de la ibogaína. “Sales y no quieres tomar más ibogaína, y no quieres tomar muchas drogas después de tomar ibogaína”.
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Las maravillas que hay detrás del funcionamiento de la ibogaína han ocupado a investigadores y activistas, entre ellos a Beal, desde 1962. En ese año Lotsof, estudiante de cine de 19 años y consumidor dependiente de heroína, tomó el entonces legal psicodélico de manera recreativa. Para su gran incredulidad, se encontró a sí mismo sin experimentar ningún síndrome de abstinencia. Lotsof hizo del estudio de la ibogaína el trabajo de su vida.
“Con nada más que un título en cine de la Universidad de Nueva York, convenció al Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas para que llevara a cabo un programa de investigación sobre la ibogaína por valor de USD 2 millones a principios de los ’90”, dice Alper.
Sin embargo, los intentos desde entonces de convertir la ibogaína en una medicina legal se han estancado en gran medida. A pesar de su gran potencial para tratar la adicción a los opiáceos y otras dependencias de sustancias, no ha habido ningún ensayo clínico aleatorio doble ciego que la investigue. (Todos los datos que existen se basan en entrevistas y encuestas tanto a los sujetos que han tomado ibogaína como a las personas que la han administrado).
Mucha gente cree que esto se debe al riesgo de mortalidad de la ibogaína, pero, según Alper, la investigación aprobada por el gobierno en los ’90 simplemente terminó en controversias contractuales y de propiedad intelectual. En el 2009, Alper intentó recopilar todos los datos disponibles sobre las muertes relacionadas con la ibogaína. Contó 19 de un total estimado de casi 4.000 tratamientos con ibogaína en todo el mundo. La mayoría de estas muertes, explica, probablemente se hubieran podido prevenir y fueron el resultado de una supervisión médica inadecuada. La mayoría fueron causadas por arritmias, un problema con el ritmo o la frecuencia de los latidos del corazón de una persona que puede ocurrir cuando alguien con una condición cardíaca preexistente, un trastorno convulsivo u otra condición, toma ibogaína.
Aun así, han ido surgiendo clínicas de ibogaína, muchas de ellas establecidas por personas a las cuales la droga les ha cambiado la vida. Casi todxs lxs que terminan en una, dice Alper, son personas que, como Juliana, no ha tenido éxito con los tratamientos de adicción disponibles en la actualidad.
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Juliana eligió una clínica en Guatemala. Supervisada por un hombre que ella describe como un “científico loco y salvaje, vaquero de la ibogaína con un buen corazón y una mala reputación”, violaba todas las normas de seguridad habidas y por haber, incluida la de esperar el tiempo suficiente para que los opiáceos que Juliana había tomado salieran de su sistema antes de darle ibogaína. Tuvo un paro cardíaco, fue llevada de un lado a otro entre cuatro hospitales diferentes y estuvo a punto de convertirse en una estadística en la investigación de Alper.
Pero no fue así. Y cuando se despertó, no tenía dolor, y no estaba pasando por el síndrome de abstinencia.
“Fue un milagro. Fue increíble”, dice; su voz todavía evoca esa incredulidad inicial. “En ese momento me quedó claro que los años que pasé luchando contra las drogas fueron realmente mi entrenamiento para hacer el trabajo que se suponía que debía hacer. Me emocionaba tanto saber que iba a aceptar estas experiencias que avergüenzan a la gente, y utilizarlas para ayudar a otras personas”.
En los Estados Unidos, la frase “epidemia de opiáceos” se ha vuelto trágicamente común. En el 2017, el año en que el presidente Donald Trump la declaró “emergencia nacional”, más de 70.000 personas murieron de sobredosis. Eso es más que el número de estadounidenses que murieron en toda la guerra de Vietnam.
Lxs defensores de la ibogaína, como Juliana y Beal, tienen por delante un trabajo difícil. Pero si tienen razón, las implicaciones podrían extenderse más allá de la adicción a los opiáceos: a la adicción misma.
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“Si entiendes la adicción a los opiáceos, vas a descubrir cosas que también son útiles para otras adicciones, debido a la naturaleza fundamental de la adicción a los opiáceos”, dice Alper. “Hay mucha evidencia en torno a los trastornos alimenticios u otras compulsiones de un involucramiento de la señalización de los opiáceos”.
El alcohol, el sexo, incluso el mirar las pantallas, todos han sido relacionados con la señalización de los opiáceos en el cerebro. Si la ibogaína alivia o revierte algunos de los cambios en las células cerebrales causados por el comportamiento adictivo, ¿qué podría revelar acerca de por qué las personas se vuelven adictas en primer lugar?
“La ibogaína no se trata de encontrar un tratamiento para la adicción: se trata de entender la naturaleza de toda adicción”, dice Alper. “La ibogaína se trata de entender la adicción en sí misma, y en base a ese entendimiento hay una perspectiva para el desarrollo de tratamientos fundamentalmente nuevos”.
Alper no cree, sin embargo, que la ibogaína vaya a ser el tratamiento definitivo. Como alternativa, está ayudando a la compañía canadiense Mind Medicine Inc. (“Mindmed”) en la investigación de la 18-metoxicoronardina (18-mc), un derivado sintético de la ibogaína desarrollado a principios de los ’90 para evitar los riesgos y alucinaciones de la ibogaína. En septiembre, la compañía anunció que planeaba investigar la droga para el trastorno por consumo de opiáceos.
Es poco probable que una empresa farmacéutica, dice Alper, invierta en ibogaína, porque es un producto químico natural y no se puede patentar con fines de lucro. E incluso si lo hicieran, la FDA probablemente no la aprobaría debido a sus riesgos.
Esto, dice, habla de un sesgo mucho más grande en nuestra sociedad, algo que el ex director de NIDA Alan Leshner llamó famosamente “la gran desconexión”. El estigma, dice Leshner, ha creado una situación en Estados Unidos en la que la dependencia de sustancias es tratada como patológica en lugar de como una “enfermedad crónica, recurrente y tratable”.
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Para Alper, los recelos sobre la ibogaína son el ejemplo de la gran desconexión.
“Sí, la ibogaína tiene peligros, pero ¿qué pasa con la gravedad de la dependencia no tratada?”, dice. “Si desarrollas un tratamiento contra el cáncer como la quimioterapia, vas a tolerar graves efectos secundarios. La adicción, que es una condición que amenaza la vida, no está totalmente incluida en nuestra tolerancia al riesgo”.
Foto por Robert Rieger
Después de su tratamiento, Juliana regresó a los Estados Unidos. Por primera vez en su vida, estaba trabajando y ahorrando dinero, que utilizó para volver a la escuela. Hizo un curso de EMT, y pasó algún tiempo en Sudáfrica, Costa Rica y México entrenando y trabajando en clínicas de ibogaína. Terminó su licenciatura en la New School de Nueva York y se tatuó la molécula de ibogaína en su brazo izquierdo.
Como trotamundos, ha regresado a Brooklyn después de vivir en Berlín, donde ayuda a las personas a preparar y procesar sus sesiones de ibogaína a través de su empresa de consultoría Inner Vision Ibogaine Coaching. A su vez, proporciona asesoramiento y apoyo telefónico a las personas que tratan de superar sus propios problemas de consumo de sustancias y es la Coordinadora del Programa Psicodélico de The Center u Optimal Living.
“Hablo abiertamente sobre los horribles detalles de mierda de todo lo que he pasado, y lo hago tan a menudo como puedo”, dice. “Poco a poco, espero que se desvanezcan los estereotipos”.
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Ante la sugerencia de que está en el negocio de ayudar a la gente, Juliana se negó. La única enfermedad real que necesita ser curada, reitera, es la social.
“Vivimos en una sociedad que apoya la supresión emocional, enseñando a la gente que lo que siente no es legítimo. La productividad es la principal prioridad. Unx no se enfrenta al trauma, lo cual lleva a la adicción a las sustancias, o a la adicción a las compras o a la adicción al sexo”, dice. “Lo que la gente realmente necesita es comunidad. Necesita amor. Necesita que se les escuche y que se valoren sus historias. Y típicamente eso no es lo que ofrece nuestra sociedad”.
Pero Juliana se apresura a distinguir que no está “rescatando” a nadie. “Todo lo que hacemos es ayudar a la gente a ayudarse a sí misma”, dice. “La ibogaína no es una cura. No es una bala mágica. Es una abridora de puertas hacia un nuevo camino y la gente todavía tiene que ser responsable de hacer el trabajo por sí misma”.
Vía DoubleBlind, traducido por El Planteo.
Fotos por Robert Rieger, cortesía de DoubleBlind.
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