Descubre la Mayor Colección de Cartones de LSD del Mundo
Por Madison Margolin
Los bajos fondos de San Francisco —ciudad de la magia y lo francamente extraño— han sido prácticamente engullidos por las sombras de Silicon Valley, y lxs yuppies microdosificadores de la tecnología han llegado a superar en número a lxs heads, que alguna vez pintaron la ciudad como una obra de arte viviente con históricas (y heroicas) dosis de LSD. Pero aun así, la ciudad abunda en vestigios del pasado, que ofrecen ventanas a un futuro que brilla con la promesa de una segunda oportunidad para la auténtica psicodelia. En el camino hacia la renovación se encuentra la sede de la Old School, que en su día fue uno de los lugares favoritos del FBI (más adelante hablaremos de esto) y más conocida por quienes la conocen como el museo de arte de Mark McCloud.
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Al cruzar la puerta principal de la mansión victoriana de McCloud en el distrito de Mission, el tiempo se detiene; cabe preguntarse qué famosxs de la psiconáutica habrán atravesado este mismo vestíbulo para entrar en un santuario inmemorial, intacto por los ciclos de las estaciones y las décadas pasadas, porque aquí, literalmente, no brilla el sol. El asiento de la esquina del sofá está desgastado por lxs visitantes que han venido a contemplar la colección de 30.000 cartones de ácido de McCloud, enmarcadas tras un cristal y ocultas del mundo exterior por cortinas de terciopelo negro, pensadas para bloquear la luz natural, pero que confieren un aire inquietante al decrépito lugar, escondido del mundo real como una cápsula del tiempo.
Doblar y retorcer nuestra percepción del tiempo es psicodélico, al fin y al cabo, e invita a nuestras almas a bailar entre los reinos que no se sienten en la existencia mundana. McCloud tiene amplia experiencia en esos reinos de otro mundo, pues ha atravesado el terreno psicodélico de la muerte y el renacimiento.
“Si mueres de ácido, te dan una segunda chance”, dice con una sonrisa juguetona. Su mirada parpadea sugestiva; no se trataba de la típica historia de “muerte del ego” habitual entre lxs psiconautas experimentados. No, esto era realmente morboso.
McCloudes verborrágico, pero con buena razón, asentado sobre múltiples vidas de historias, expresadas a través del arte y los cachivaches que abarrotan su salón. Imágenes de calaveras y del diablo, retratos de Timothy Leary, Ram Dass y Albert Hofmann, frases como “LSD: Let’s Stop Destruction” o “LSD: Consulte a su agente de viajes”. Hay una red WiFi titulada “Furgoneta de vigilancia del FBI”, un fenómeno nuevo y misterioso en la zona, dice McCloud, recordando aquella vez en que los agentes federales le dieron caza, dos veces, y le acusaron de conspiración para fabricar y distribuir LSD.
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Pero cuando has muerto—cuando te han quitado la vida, aunque sea temporalmente—ni siquiera el FBI o un tiempo en la cárcel pueden afectarte. Todo forma parte del gran viaje. En verdad, McCloud es el tipo que tomó ácido y cayó desde una ventana. “Estaba estudiando medicina en Santa Clara, tomé un puñado de Orange Sunshine y me caí accidentalmente por la ventana de un séptimo piso de un lugar llamado Swing Building”, cuenta, detallando el sonido de sus huesos al caer de bruces. “Me metí en la mágica empresa de morir de LSD”, dice McCloud. “Y sé que la única razón por la que volví es que estaba de ácido: podía navegar por el infinito camino de lo que entonces se llamaba el Puente Arco Iris, el viaje entre la vida y la muerte, lo corporal y lo incorpóreo, morir y volver a la vida. Ese es el milagro del mulligan“.
En el golf (que según McCloud inventaron lxs escoceses como “una excusa para recolectar hongos”), un mulligan es una segunda oportunidad, un acontecimiento mágico que es “la misericordia de un re-hacer”. Declarado muerto en el acto, todo mientras viajaba, narra el viaje de su alma abandonando su cuerpo, haciendo una primera parada en el Infierno, antes de ascender al Cielo, donde se le ofreció otra oportunidad de vivir en el cuerpo de Mark.
“Fue un acontecimiento metafísico, más que religioso”, dice McCloud, que, al haber sido criado en Buenos Aires como católico romano, tuvo una educación lo suficientemente religiosa como para conocer las características de un auténtico milagro. “La metafísica me permitió tener una situación especial llamada mulligan, en la que la interconexión de todas las cosas es tan visible y accesible que puedes organizar tu segunda oportunidad o, en este caso, acceder al cuerpo que dejaste”.
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Así que McCloud convirtió su casa en un santuario del LSD “para agradecerle que me salvara la vida”, dice. “La forma más pequeña de saldar mi deuda era mostrando la gloria de la visión de lxs fabricantes expresada por el propio cartón”.
El renacido tardó algún tiempo en reestabilizar su mente tras aquella fatídica caída. McCloud abandonó los estudios en Santa Clara y se declaró artista, lo que le valió ser desheredado por su familia y echado a la calle (“lo mejor que me ha pasado en la vida”). Así que se trasladó a París para estudiar en L’Ecole du Louvre y evitar el servicio militar obligatorio en Vietnam, antes de matricularse en un programa de maestría en la Universidad de California, Davis, una vez que el Presidente Nixon dejó el cargo. Tras graduarse, peregrinó a San Francisco, “el único lugar del mundo donde se exponía mi obra”. Para “ordeñar esta situación de las galerías”, McCloud se sumergió en la escena del Área de la Bahía como coleccionista y artista activo.
McCloud ha recibido en dos ocasiones una subvención del Fondo Nacional de las Artes, la primera de Jimmy Carter y la segunda de “Ronny Reagan, suficiente para pagar el adelanto de esta casa”, se ríe. “Siempre digo que el Gobierno me compró esta casa”. La ironía es que los agentes federales nunca dejaron de prestar atención a la casa, dice McCloud, recordando cuando los agentes del FBI alquilaban pisos en el barrio y le acechaban en la tienda de donas de la esquina. Cada uno de los marcos que adornan las paredes de color verde azulado lleva pegado un trocito de cinta adhesiva, numerado por el FBI —¡prueba!— en un caso anterior en el que se intentó etiquetar a McCloud como capo. “Me han absuelto dos veces”, dice McCloud. “Y siempre lo he hecho de la misma manera: Cuando elijo a mi jurado, estoy bajo los efectos del LSD“.
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Tiene un montón —sí, algunas de esas hojas de papel secante enmarcadas pueden incluso estar dosificadas—, pero no reclama exactamente la propiedad de su colección. “Cuando eres un cabeza de ácido, sabes que no es realmente tuyo, pero lo haces por el grupo”, dice. “Para que mi hijo lo entienda. Se hace por amor”.
En cuanto a la nueva escuela de San Francisco, McCloud dice que lxs jóvenes —sí, también microdosers y techies— son todxs hijos suyos. “Se sabía que podías venir aquí y colocarte”, recuerda, pero añade, aun así, que “San Francisco es donde vienes a liberarte”.
La ciudad de la bahía se merece su propio mulligan psicodélico, pero éste es más interno, más metafísico: Puede que lxs hippies sean menos y estén más alejados entre sí, pero aquellxs como McCloud siguen aquí, aguantando, y nunca han dejado de viajar. La segunda oportunidad de la ciudad está en la renovada percepción que los psicodélicos ofrecen a sus residentes: la oportunidad de experimentar el otro lado, de obtener un segundo contrato de alquiler sobre cómo ver la vida mundana a partir de entonces. Y esa perspectiva, dice McCloud, es el mayor tesoro psicodélico de todos. “San Francisco es el símbolo de lo más al oeste que se puede ir en la evolución del humano”, dice. “Y desde aquí, despegas”.
Vía DoubleBlind, traducido por El Planteo
Fotos por Jessica Chou para DoubleBlind
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